¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura?

El campo de la cultura encierra diferentes significaciones y, por lo tanto, distintos modos de comprender su función y los modos en que debe ser gestionada. En su sentido etimológico, la raíz latina de la palabra cultura es “colere” que significa desde “cultivar y habitar” hasta “veneración y protección” y, a través del latín, “cultus” remite a la idea de “culto”.

Para la Antropología, disciplina que estudia al hombre como sujeto inmerso en un sistema cultural, el etnocentrismo termino de consolidar la idea evolucionista de asociar lo natural con lo cultural, donde las sociedades pasaban de un estadío de “barbarie” a uno de “civilización”. El problema es que el parámetro que definió lo que es culto, desarrollado y civilizado (y que no lo es) fue definido por el mundo occidental. Aun hoy, la idea de culto o civilizado se encuentra asociado a los buenos modales, sentimientos refinados o pasiones encauzadas. De ahí, que la cultura siga siendo asociada a ciertos espacios y expresiones artísticas que son consideradas “cultas” o dignas de personas “con cultura”. Dicha lógica cultural se valió de dos ideologías (el racismo y la pretensión de universalidad) para convencernos de que hay un determinado modo de ser, pensar y hacer que es superior a otro. Sobre esta misma premisa se sustenta la idea de que ciertos grupos sociales, con determinados valores, creencias y formas de conocimiento, nunca van a alcanzar por si mismos los beneficios de la “civilización”. Entonces, se apela a la idea de que el problema se resuelve con más cultura, con más educación. Lo cierto es que no existe ninguna articulación mecánica entre naturaleza y cultura, ni es un atributo de algunos pocos iluminados, ni se encuentra localizada en ciertos lugares o clases sociales, ni la educación -por si sola- puede revertir la exclusión que genera la injusta distribución de la riqueza generada socialmente.

La cultura es la expresión de lo que hacemos del mundo y, al mismo tiempo, de lo que el mundo nos hace a nosotros. Todo aquello que no es natural es producto de lo cultural y de los distintos modos en que el hombre resuelve su vínculo con el entorno. Pensemos en el lugar de la madre en las distintas culturas, todas –de algún modo- veneran dicha condición pero las formas son múltiples ya sean consideradas diosas hasta el culto a nuestra Pachamama. La cultura, entonces, incluye tanto las actividades culturales y expresiones artísticas como el conjunto de símbolos compartidos por la comunidad, es lo que permite identificarnos pero también diferenciarnos de otros.

Desde esta dimensión simbólica de la cultura, nos interesa recuperar, especialmente, la perspectiva desarrollada por Freud en “El malestar de la cultura” (1930) en tanto mecanismo  de integración social. Según Freud, en todas las relaciones sociales existen tendencias hostiles y agresivas que la cultura reprime, desplaza y logra mutar en lazos de afecto o «identificación» entre los sujetos. Su idea de cultura no se asocia a un “bálsamo” que puede curar todos los males, sino a un ámbito de conflicto donde la cultura opera regulando, articulando las distancias y las proximidades entre sujetos. Desde tiempos inmemorables, se ha usado la cultura como herramienta de cohesión social: desde la práctica romana de proveer trigo gratis a los ciudadanos y costosas representaciones circenses para ganar poder político, hasta los actuales usos de la cultura para concientizar sobre problemáticas sociales o la necesidad de mantener ciertos ritos espirituales, por ejemplo, la necesidad de abrir las iglesias en contextos de incertidumbre y aislamiento social.

La cultura no se relaciona –necesariamente- con aquello que es bueno, bello y nos une. Su función es –justamente- regular y controlar el conflicto. La cultura es la que hace posible la existencia misma de los vínculos entre los sujetos, aunque estos vínculos no se basen necesariamente en la armonía. 

¿Cuál es la función de la política cultural?
Si bien, nos excede en el presente texto la posibilidad de realizar una exhaustiva revisión histórica de las teorías culturales, resulta necesario contextualizar la discusión a partir de algunos aportes que permitieron comprender la función que tiene la cultura en la comunidad, el valor que tienen los espacios y proyectos culturales y el lugar que tiene el Estado como garante de los derechos culturales.

Las políticas culturales son el conjunto –estructurado- de decisiones, prácticas y acciones relacionadas con el campo cultural que lleva adelante el Estado junto a otros agentes sociales y culturales. Las políticas culturales son un recurso estratégico a nivel local que permite comunicar a nivel simbólico, fortalecer identidades colectivas, provocar (siempre que sea de modo planificado) impactos sociales y económicos así como preservar el patrimonio colectivo tanto histórico como natural. Asi lo reafirma el “Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales” que establece el derecho de toda persona a participar en la vida cultural y beneficiarse de la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por sus producciones científicas, literarias o artísticas. Los derechos culturales, ejercidos de modo individual o en asociación con otros, necesitan del Estado como responsable de la preservación y fomento del desarrollo cultural y social.

Toda política cultural sostiene –implícita o explícitamente- un modo de comprender y gestionar la cultura. Para saber qué lugar ocupa la cultura en una comunidad, hay que observar: ¿Qué hechos, fenómenos y actividades son entendidos como culturales? ¿Quiénes son sus destinatarios? ¿Cuáles son los diversos intereses puestos en juego? ¿Cómo se distribuyen y comercializan los productos culturales? ¿Qué lugar tiene la cultura en su función de integración social? ¿Cómo circula la información y el conocimiento? ¿Cuáles son las relaciones sociales y de producción que se generan en el campo cultural? ¿Pueden las políticas culturales direccionar las transformaciones económicas a nivel local?, entre otras cuestiones.

Sin dudas, la gestión cultural no se reduce a administrar actividades y recursos. Ya en el siglo XVIII Baumgarten consideró oportuno crear una disciplina cuyo objeto de estudio fuese el arte, la denomino “estética” dando lugar a la profesionalización de la actividad artística y su reconocimiento en tanto poder simbólico. De este modo, el arte se fue separando de la vida cotidiana, se va alejando de la idea de expresión artística comunitaria y poco reflexiva. El arte se comienza a asociar con aquello que es digno de ser expuesto o mostrado en ciertos espacios y se propone, fundamentalmente, como un saber especializado. Este proceso se profundizo a partir de la Revolución Industrial generando proceso de masificación y democratización de los bienes culturales, pero también, un nuevo modo de contemplar el arte y comprender el producto artístico como un bien de consumo que podía articular tanto valores religiosos como estéticos y políticos.

Sin ánimo de hacer historia del arte, lo cierto es que el espacio cultural nunca ha esta disociado del económico, aunque en el sentido común se asocie el arte a lo intangible y al puro goce estético. Las criticas contemporáneos a las denominadas “industrias culturales” (sectores que trabajan en la creación, producción, exhibición, distribución y difusión de servicios y bienes culturales) vuelven a poner sobre la mesa la discusión sobre la capacidad de producción del sector cultural, argumentando que la cultura no puede regirse por una mera lógica de mercado y sin participación del Estado en tanto garante del «bien común». Es decir, una política cultural es un espacio de lucha política donde se conectan significados e intereses sociales de todo tipo. Es un espacio de “mediación” que implica el reconocimiento y la negociación de diversos intereses simbólicos y también económicos, fundamentalmente, aquellos relacionados con su condición de productores y trabajadores que aportan a la creación de valor económico para la comunidad.

Los distintos actores culturales saben –porque forma parte de su lógica de construcción- que ante circunstancias críticas, el vínculo con otros se vuelve indispensable. Porque, la cultura, si es vivida como experiencia y encuentro, permite establecer relaciones y crear nuevos espacios de sociabilidad aún en situaciones de crisis económica y social. Los grupos o colectivos culturales aparecen justamente donde no existe regulación, cohesión, normas y alianzas estratégicas.

Bienvenido entonces el conflicto en la cultura si permite dar visibilidad a la infinidad de actores culturales que cotidianamente sostienen una invitación simbólica con aquello que nos define como comunidad. Reconocer las tensiones en un determinado momento histórico y los distintos intereses en pugna es condición necesaria para poder generar nuevos y genuinos espacios de socialización. De hecho, esas mismas configuraciones vinculares, esa trama invisibilizada (hasta hoy), es la que posibilita la articulación de múltiples actores culturales que mantienen y definen la vida de espacios culturales ya sean, grupos autogestionados, clubes, centros comunitarios, espacios educativos, asociaciones o iniciativas solidarias relacionadas con la cultura en nuestra comunidad.

Resulta necesario, entonces, pensar las tensiones del sector cultural a nivel local en el marco de una revisión histórica sobre cuál ha sido el lugar que ha tenido la cultura en nuestra comunidad. La política cultural se encuentra sustentada en relaciones sociales y económicas y su discusión no puede darse al margen de las imprescindibles reivindicaciones económicas de quienes hacen del arte su medio de vida. La pandemia solo dejo en evidencia la deuda histórica de la comunidad para con el sector cultural. La ciudad de las carrozas, el teatro, el carnaval, los poetas, del rio, de la lucha ambiental, de los museos, de los clubes ¿Y de qué más?

Estamos ante una oportunidad histórica de comprender la cultura como parte del desarrollo económico y social a nivel local y de darle lugar a nuevas formas simbólicas emergentes que necesitan ser tratadas, pensadas, reelaboradas. Como decía Julio Cortázar, la cultura es el ejercicio profundo de la identidad. Es hora de repensar –a partir de las diferencias- nuevos modos de entender la cultura y de construir identidades colectivas.


Nerina Ross
Docente de la Catedra Políticas Culturales y Proyectos Integración Comunitaria (FHAYCS-UADER)
y Antropología Social y Politica (FLACSO)

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