El curita gaucho Luis Jeannot Sueyro, eterno en el corazón de su pueblo

Entre las piezas musicales que integran la cultura popular gualeguaychuense existe una de singular valor, particularmente emblemática y entrañable. Fue compuesta por los hermanos Pereyra en la década del ochenta para homenajear a Luis Jeannot Sueyro, un sacerdote que no dejaba indiferente a nadie. Las estrofas que la componen van aportando indicios de su carácter:

“El está siempre presente,
yo no he visto cosa igual.
Es luchador incansable
de la vida espiritual.”


“No sólo anda por el centro:
también ronda las orillas.
Y a pesar de su talento
es un hombre muy sencillo.”


Desde el momento en que puso sus pies en Gualeguaychú, en 1957, los habitantes de la ciudad comenzaron a experimentar un asombro creciente: azorados, casi con un respingo de susto, descubrieron a un hombre superior que se entregaba hasta no poder más. Que daba hasta el último aliento por la gente. Que cumplía su destino sin reservarse nada, con pasión y humanidad.

No es que viniera de afuera. Se le conocía bien su “hilacha”. De madre española y padre francés, era el menor de ocho hermanos. Había nacido cuarenta años atrás, el 20 de noviembre de 1917, en la zona de chacras detrás del Cementerio, a orillas del arroyo Gualeyán.

A esas alturas del ’57 ya se habían producido los acontecimientos que marcaron su existencia para siempre. A los 13 años, percibiendo con meridiana nitidez su llamada al sacerdocio, pronunció en la intimidad de su conciencia su primer “sí”; a los 14, apadrinado por el Padre Schachtel, ingresó al Seminario de Paraná. A los 25 ya era sacerdote. Y entre los 25 y los 40 no se ahorró un miligramo de energía para vivir su vocación más allá, incluso, del límite de sus fuerzas: lo hizo en Tala, Concepción del Uruguay, Maciá y Villaguay.

Regresaba a Gualeguaychú, queda dicho, a punto de estrenar sus cuarenta primaveras. Volvía en la madurez de su juventud, cargado de experiencia, con el “bolso lleno de ilusiones”. Le recomían las ganas de que la gente de su pueblo volara alto, de que viviera cerca de ese Dios a quien tanto amaba. Quería servir a todos, sea quien sea. Empezaba la erupción del volcán que llevaba adentro.

Una célebre canción
Con eximio arte y no menos afecto, los hermanos Pereyra lograron ponerle letra y notas musicales a esa pasmosa entrega que aparecía a la vista de todos y que sólo puede entenderse desde la lógica de la fe. Cualquier gualeguaychuense que peine algunas canas sabrá tararear esa canción de memoria, entonando su melodía exacta. El estribillo dice así:

“Curita Gaucho, curita gaucho,
curita gaucho no te acabés,
cuando más te conocemos.
más se agranda nuestra fe.”

Son letras que difícilmente puedan expresar mejor el maravilloso efecto producido en las personas cuando veían y escuchaban al Padre Jeannot. Ante su presencia, inmediatamente se elevaba la “temperatura espiritual” del ambiente y todos experimentaban una fe más grande: pensaban en Dios, se sentían removidos interiormente para ser mejores.

Lo mismo ocurría y ocurre con sus poemas, que son otra forma de presencia suya. No los escribía por simple pasatiempo erudito, sino como una aguda necesidad de su alma que le impelía a compartir lo que llevaba adentro. No se guardaba nada para sí, y mucho menos sus geniales intuiciones. La riqueza de su mundo interior era tan crecida que se le escapaba en versos, incontenible y desbordante.

Pegada al terruño y a la patria argentina, siempre con timbres de nostalgia gaucha y lugareña, su producción literaria se remonta siempre más alto y es reflejo de su espíritu: lleva noticia de Dios, es envoltorio de grandes ideales, transmite paz y enardece el ánimo hacia metas elevadas.

El secreto de la felicidad
Por circunstancias tan providenciales como inmerecidas, desde febrero de 1989 hasta marzo de 1990 tuve la suerte de ser su “monaguillo rural”, acompañándole domingo tras domingo. Cursaba entonces el bachillerato en el Colegio Nacional Luis Clavarino. Además, junto a algunos amigos de mi edad, lo “escoltábamos” varias tardes en excursiones de descanso: sobre todo, en la que más ilusión le hacía, que era recorrer en canoa el arroyo Gualeyán.

En 1991 dejé Gualeguaychú, pero pude visitarlo al menos una vez al año. La última fue en febrero de 2008, cinco meses antes de su tránsito al cielo. De aquellos breves y felices encuentros recuerdo uno vivamente, en torno al 2005 quizá. Fue en casa de los Aagard sobre la calle San Martín, entre Avellaneda y General Paz. Allí, el Padre Jeannot almorzaba y cenaba habitualmente, rodeado de esa familia tan amiga y cercana.

Terminada la comida me animé a preguntarle algo muy personal. Había otros presentes, pero no me acuerdo quiénes. Sabiendo que a esas alturas superaba ya holgadamente los 60 años de sacerdote, le pedí que me confesara cuál era su secreto para mantenerse fiel a su vocación, a sus principios y compromisos.

No necesitó tiempo para pensar la repuesta. Le brotó inmediata, vigorosa, bien de adentro. Era una conocida frase de San Pablo que para mí no supuso novedad porque, con mil variantes, la solía traer a cuento en sus homilías. Además la había escrito de su puño y letra, como dedicatoria, en la primera página de un Nuevo Testamento que me regaló cuando cumplí 17.

Así que, en ese sentido, no me sorprendió. Pero, de todos modos, la piel se me puso de gallina. Lo que me sorprendió hasta nivel de escalofrío fue comprender que, por el tono, por la convicción, por el entero realismo de su voz y sin faltar a la humildad, se estaba aplicando esa frase a sí mismo.
Para mí, vivir es Cristo”, me dijo. Y continuó: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive mí”.

No hizo falta que siguiera. La pregunta estaba respondida. Cristo era el amor de todos sus amores, quien le daba fuerzas para mantenerse en pie. Albergo la firme persuasión de que allí está la clave que debe dar razón de cualquier biografía que alguna vez se escriba sobre el Padre Jeannot.

Dicho de otro modo: al recibir el Sacramento del Orden Sagrado, el 20 de diciembre de 1942, se configuró con Cristo de pies a cabeza. Y desde entonces no hizo más que desplegar, allí donde estuvo, la energía que brotaba a borbotones de tal identidad. Su vida fue una lucha constante para parecerse a Jesucristo en la salud y en la enfermedad, en las buenas y en las malas.

Hasta la alpargata
Los artistas de Gualeguaychú supieron captar esa raíz de fe y la expresaron en términos camperos, inmortalizando una metáfora criolla:

Ya todos los conocemos
Ya sabrán de quién se trata
es el que al prestar su ayuda
se juega hasta la alpargata
.”

La fuerza para dar todo, “hasta la alpargata”, no la podía sacar de su musculatura física, escuálida siempre y tantas veces enferma, sino de la Eucaristía y la oración. Allí, en sus misas, en sus rosarios, en su estar delante del sagrario resplandecía su conexión con Dios y se dilataba su capacidad de amar.

El amor, para él, no era una emoción epidérmica ni mucho menos una sensiblería pasajera y egocéntrica. La calidad y la pureza de su amor se consolidaban día a día al lado de los enfermos y los moribundos, entre presos de las cárceles y campesinos olvidados por el mundo, a leguas y leguas de los clichés de las novelas rosas que dominan el paisaje audiovisual contemporáneo.

Entretejían su caridad los hilos fuertes de callados heroísmos. Amar, para él, implicaba olvidarse de sí mismo y sufrir con el sufriente, dejándose llevar por un impulso que le venía de Dios, de la manera en que Cristo ama. En resumen: un amor con obras, desinteresado y de verdad, que busca el bien del otro, sea quien sea, porque todos son hijos de Dios aunque no lo sepan.

Una protesta cariñosa
La canción popular que mereció en vida deja constancia de que, “visitando enfermos, sanatorios y hospitales”, no hacía ningún tipo de distingos: “no importa color ni raza”, cantan los Pereyra: “para él son todos iguales”.

Su costumbre inveterada era levantarse bien temprano, de madrugada, saliendo rápido al cruce de la necesidad del prójimo:

Le llaman el cura gaucho
aunque no monta a caballo.
Comienza a ayudar gente
al primer canto del gallo.


Aludiendo a esta canción, a veces el Padre Jeannot se nos quejaba divertido, protestando. No sólo rehusaba el homenaje sino que se oponía principalmente a ese verso que niega sus habilidades de buen jinete. Porque más allá de su destreza en la montura, cuestión que los historiadores habrán de documentar, por supuesto que sí, que montaba a caballo.

En malas rachas
Murió como vivió, sirviendo a los demás. Se cuenta que ya internado, con el suero a cuestas y cercana ya la muerte, se escapaba a habitaciones aledañas para saludar a otros enfermos y llevarles su consuelo, su amistad alegre y, si querían, su bendición sacerdotal.

Iba a las necesidades del prójimo como el hierro atraído por un imán. Veía a Cristo en cada alma. Disponible siempre, deseaba alivio para todos. Su corazón bueno le podía.

Y si en mala racha andamos
o algo malo nos pasó,
para darnos una mano
siempre está el cura Jeannot.


Gualeguaychuense de cabo a rabo, el Presbítero Luis Félix Jeannot Sueyro falleció el 30 de julio de 2008, cuando contaba casi 91 años de edad y casi 66 de sacerdote. Dos cifras astronómicas, gigantescas como su persona.


Luis Apesteguía

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