Desde el pequeño pueblo de Eberbach –ubicado a orillas del río Neckar y a 100 kilómetros de Frankfurt–, hay que caminar treinta minutos, cruzar un puente y subir unos 300 metros para llegar a la casa blanca y grande que pertenece a Pipo Pescador (75). Hace siete años que el creador de “El auto de papá” y otras tantas imágenes musicales que fascinaron a muchísimas generaciones de chicos eligió Alemania para vivir. La propiedad en la que Enrique Fischer –como así figura en su documento de identidad– decidió retirarse tiene cuatro pisos, pero no son todos para él. “En la planta baja están los talleres de mi yerno Guillermo [Burgos], que es un luthier muy importante. Yo vivo en el primer piso, un departamento de 100 metros cuadrados independiente y totalmente equipado. En el segundo, mi sobrino Lucas tiene su espacio y en el tercero, que es una enorme buhardilla, mi hija Carmela y su marido tienen su mundo privado”, nos cuenta Pipo del otro lado de la línea. “Mi nieta Guillermina, que tiene 20 años, vive en Berlín y estudia Arquitectura”, aclara.
¿Por qué decidiste irte a vivir a Alemania?
Las grandes decisiones nunca son por una sola razón. Hace ya siete años que me vine y la primera razón por la que dejé Buenos Aires fue porque allá estaba muy solo. Mi hija y su familia ya se habían instalado en Alemania y yo solía quedarme con ellos dos meses, tres meses… La segunda razón fue porque yo me perdí la niñez de mi hija Carmela –que nació en el 72 cuando yo empezaba a tener fama–, me perdí la niñez de mi nieta Guillermina –ellos vivían en España y yo trabajaba sin parar– y no quería perderme la infancia de mi nieto Lucas, de 11 años. Tenía necesidad de verlo crecer. La calidad de vida que uno tiene acá también fue determinante. Y otra cosa que me empujó fueron esas típicas preguntas: “¿Usted es Pipo Pescador? ¿Por qué no está más en la televisión?”. “¿Usted es Pipo? ¡Pero qué viejo está!”. Para mí, que había dado por terminada mi etapa de actor y animador, la popularidad se volvió una carga horrorosa. Acá yo soy el señor argentino de la casa blanca y grande, soy el abuelo de Lucas… Nadie sabe que soy Pipo Pescador. Acá Pipo, el famoso, no existe.
Te dan ganas de volver a agarrar tu famoso acordeón en algún momento?
No, no. Lo único musical que hago es tocar tangos y milongas con mi yerno. Yo toco el piano y él, la guitarra. Vamos a Múnich, a Berlín y hacemos música en vivo en las milongas para que los alemanes bailen. Pero nada de Pipo, acá soy Enrique Fischer.
¿Fue fácil dejar Argentina?
¡Para nada! Me fui con llanto y aquí tuve un año de depresión muy fuerte. No es fácil. Pero una vez que logré sentirme como en casa, ¡qué divino! En cuatro horas de tren puedo estar en Venecia o irme a Francia en hora y media de auto… Ahora estoy más guardado por el Covid, pero me encanta viajar por Europa, y tengo amigos por todos lados.
¿Cómo es un día en Eberbach?
Todas las mañanas camino 4 kilómetros con mi perro por el bosque, haya sol, llueva o truene. Leo muchísimo, escucho música, tengo un vecino que es cantante de ópera que me enseña cosas nuevas. Veo películas, escribo, me encanta cocinar –me salen muy bien las empanadas y la paella, que aprendí a hacer en España– y en el verano hago asados en el jardín.
¿Cómo te llevás con el idioma?
Yo soy alemán por parte de padre y si bien viví inmerso en la cultura alemana desde chico, al idioma “lo sospecho”, como decía Borges. Me las arreglo, pero nunca logré dominarlo bien. Hablo inglés y con eso basta. Hemos preservado el castellano por mis nietos. Ambos lo hablan perfectamente y bien a lo argentino.
La dureza y frialdad de los alemanes, ¿es mito o realidad?
Cuando llegamos al barrio, tardaron un tiempo en darnos bola, pero ahora nuestros vecinos son incondicionales. Nos dejan regalos en la puerta, nos invitan a los cumpleaños, corren a ayudarte si estás haciendo algún trabajo en la casa. Mi yerno acaba de operarse de un hombro y nos tocan el timbre para ofrecerse a llevarlo al supermercado o a la rehabilitación, ya que él no puede manejar. Han llegado a pasearnos el perro cuando estuvimos complicados. Mi nieto Lucas tiene amigos que se quedan a dormir o que en verano hacen campamentos en el jardín, como se estila aquí.
¿Qué extrañás de Argentina?
Para mí, Argentina es Gualeguaychú, son mis hermanos, el Buenos Aires de mi juventud… Eso es lo que extraño porque la cotidianeidad con la gente que quiero la sigo teniendo a través del teléfono, las videollamadas, el Skype. No puedo extrañar porque todas las mañanas hablo con mis hermanos y sé todo de ellos y mis sobrinos. Además, yo no soy el típico argentino aferrado a la torta frita. [Se ríe]. Ahora estoy planeando un viaje para abril porque desde que vine, no volví. Eberbach significa ‘río de los chanchos’ y Gualeguaychú, donde nací, significa lo mismo en guaraní. No creo que sea una mera coincidencia.
¿Cómo empezaste a trabajar para los chicos?
Primero me ganaba la vida como animador de cumpleaños y en los jardines de infantes. Iba humildemente con mi acordeón –que aprendí a tocar de oído– y hacía lo que me apasionaba. Un día al salir del jardín de infantes El Globo Rojo, que estaba sobre la calle Guido, un papá me dijo: “¿No le gustaría hacer algo más profesional?”. “Probemos”, le respondí. Él me ayudó a conseguir el famoso auditorio Río del Plata, que estaba frente a la Facultad de Derecho, para hacer unas funciones los sábados y los domingos. Ahí empecé a trabajar como Pipo, el 6 de enero de 1972, el mismo día que nació mi hija. Era a la gorra y fue un éxito. A los pocos días me llamaron de Canal 13 y no paré más.
¿En qué te inspiraste para escribir “El auto de papá”?
Yo fui uno de los pioneros en hacer participar a los chicos y a los padres en las canciones y en las coreografías allá por los años 60. Me acuerdo que me llamaron para un cumpleaños y la señora que me convocó me dijo: “Señor Pipo, mi hijo está con un yeso y no se puede parar, ¿cómo podemos hacer para que participe de su show?”. Y cuando iba en el taxi rumbo a la fiesta, miré al taxista, lo vi manejando y ahí empecé a pensar la canción, la armé en mi cabeza y cuando llegué, canté algo parecido a lo que después fue uno de mis grandes éxitos. Los chicos se volvían locos y el cumpleañero, sentadito con su yeso, la pasó genial. A la semana, la registré en SADAIC y se volvió una canción famosa en el mundo.
Compartiste mucho con María Elena Walsh y Hugo Midón, dos grandes que hicieron mucho por los chicos.
Yo fui muy amigo de Hugo, tan amigo que cuando murió, llevé su cajón. También llevé el de María Elena, a quien admiré y amé con locura. Es verdad, hemos compartido mucho.
¿Qué opinás de quienes se dedican hoy al público infantil?
Conocí a Topa en algún momento y me pareció un encanto de chico, fue muy cariñoso conmigo. A Panam la quiero muchísimo, es una muy linda persona, pero la verdad es que no estoy atento al tema.
Contame de tu infancia en Entre Ríos…
Mi papá era martillero y remataba hacienda. Eso permitió que en mi ni – ñez yo viviera cosas que otros chicos no podían vivir. Lo acompañaba a las estancias y conocí gente extraordinaria que me marcó para siempre, como Haydee Campos Urquiza, la nieta de Urquiza, con quien tomamos el té muchas veces. Teníamos caballos y todos los hermanos Fischer salíamos a galopar juntos los fines de semana. A una cuadra de mi casa, había una biblioteca popular donde yo me pasaba el día entero leyendo. Tuve una niñez muy mágica. También algo tris – te porque se burlaban mucho de mí porque tocaba el piano y no jugaba al fútbol. Era el diferente, el mariquita. No patear la pelota se pagaba caro en los años 40, pero ya perdoné.
¿Tuviste grandes amores a lo largo de la vida?
Tuve los “amores de viaje” que se pueden tener cuando uno ha sido famoso durante cuarenta años seguidos. Nunca pude tener una pareja por muchos años. A los 20, estuve con Marta Albertini, también salí con otras actrices. Y también tuve algunos amores no tan legales. [Se ríe]. Pero con los y las que anduve, tengo muy buena relación.
Si mirás para atrás, ¿estás conforme con el camino recorrido?
Acepto el camino que recorrí, reconozco haber sido muy imaginativo y fui muy valiente para animarme a hacer tantas cosas con nada. Con mi pelo largo, mi acordeón y unos chalequitos que me bordaban, inventé una historia y una mística que dejó huella en muchísimas generaciones de chicos. El amor que yo recibí es algo realmente impagable. Aquí, en mi casa, tengo guardadas cinco mil cartas de chicos que hoy tendrán 50 o 60 años. Y esas son sólo las que me traje de Argentina. Mi idea es hacer alguna vez una exposición con todas las cartas para que la gente vaya y se busque. Sería divino.
¿Qué ves hacia adelante?
Un viejito rodeado de mucho amor. Esta será mi casa hasta el día de mi muerte, aquí me pienso quedar. ¿Qué más veo? Una novela que estoy pensando, seguir escribiendo cuentos para España y quiero aprender a hacer tortas. Me faltan cinco años para los 80. Mi mamá vivió hasta los 96 y mi abuela murió a los 102. O sea que todavía me queda mucho hilo en el carretel.
Fuente: La Nación / Revista Hola