Annemarie, la hija mayor de los Heinrich que vivió en Larroque

Darmstadt debe tener hoy algo más de 150 mil habitantes, pero en aquel entonces, en 1912, cuando ella nació, era uno de los tantos pueblos diseminados por la Alemania que se preparaba en silencio para la Primera Gran Guerra.

Su padre había sido primer violín de la Ópera de Berlín. Iniciada la conflagración, fue reclutado como soldado, cambiando radicalmente el destino de toda su familia. A su regreso del campo de batalla con el brazo tullido y su carrera de instrumentista arruinada, decidió emigrar a la Argentina, un nombre que se pronunciaba con anhelo y asombro en la Europa agobiada por los conflictos bélicos y el hambre.

La familia Heinrich -integrada por la «Mutti», su madre; Walter, su padre; Annemarie, la hija mayor y Uly, su hermana- cruzó los mares en el «Monte Oliva», junto a centenares de inmigrantes. Buenos Aires no fue su destino, siguió camino hacia la enorme tierra verde de Entre Ríos, más precisamente a Larroque, seducida por las cartas que les enviaban dos hermanos de la “Mutti”. Ellos habían emigrado unos años antes y estaban maravillados con los paisajes y la tranquila vida en la estancia que habitaban. Cuando llegaron los cuatro en 1926, con una pesada carga que incluía muebles, alfombras y un piano, descubrieron que la supuesta estancia no era más que un lindo rancho. Arribaron justo un año antes que el poblado se convirtiera en ciudad, que se creara la primera Junta de fomento y que Eliseo Martínez y el gringo Pauletti se disputaran la clientela ofreciendo los mejores chorizos y cortes vacunos en sus carnicerías. Había herreros como Pedro Uribía, algún sastre como el turco Caram y ya estaba el almacén de ramos generales del ruso Livedisnky. Los Heinrich se instalaron y no le hicieron cara fea a ningún trabajo.

El tío Wilhelm, que se ganaba la vida como fotógrafo, sería clave en la vida de la rusa Anita, como se la conocía a Annemarie, que tenía 14 años. Fue él quien le enseñó a usar las cámaras de fotos con las que la inmigrante adolescente encontró «un medio para expresar todos los idiomas sin hablar ninguno» y salvar el escollo del idioma. Era reservada pero no hosca, vivía en su mundo que empezó a llenar con imágenes y se empeñó en descubrir cómo convertirlas en obras de arte: transformar el adusto gesto de una foto carnet en una pieza única y, a la inversa, cómo evitar que un rostro en una fotografía pudiera verse como esa foto carnet nacida para ilustrar folios oficiales.

Sabía que quería dedicar su vida al arte pero, sin papeles oficiales que le permitieran estudiar una carrera formal, debió hacer de la observación y el deseo sus herramientas más importantes. De su tío aprendió que lo más importante era observar. La belleza se aprende mirando, diría muchos años más tarde, cuando el país entero se maravillaba con sus fotografías, mirando la luz, mirando los reflejos. Y en esa Larroque carente de casi todo, lo que sobraba era luz, era reflejo de atardeceres en los charcos, de gotas de lluvia en las telarañas de los rosales.

Pero el ambiente campero duró poco y el nuevo traslado a Buenos Aires abrió las posibilidades para que la muchacha entrara como aprendiz en los estudios fotográficos que pululaban en la capital, regenteados por alemanes, polacos, húngaros o austríacos. Trabajó en esos primeros años con los Lang, un matrimonio de alemanes que tenía su estudio en Belgrano. A todo esto, Annemarie estudiaba español a contraturno en el Colegio Roca. Ser aprendiz implicaba exactamente eso: desde limpiar cubetas, ordenar el lugar y preparar los productos de revelado hasta las técnicas y el copiado. Pero siempre bajo la mirada supervisora de sus maestras y maestros. Para los fines de semana se reservaba las prácticas concretas, y con la cámara de su padre sacaba las fotos en la plaza de Villa Ballester, donde la familia había fijado residencia. En el cuarto de esa casa, en 1930, instaló su primer laboratorio, que fue el primero de una carrera de brillo y de ascenso. Dos años después, abre su estudio en el centro porteño.

Vanguardista en su forma de aproximarse al cuerpo y a la sensualidad femenina, el uso de la luz, las características teatrales o cinematográficas de las poses de los retratados y los claroscuros marcados conformaron su estilo inconfundible.

En las décadas del 40 y 50, toda personalidad del mundo del espectáculo deseaba ser fotografiada por Annemarie. Tanto para los promotores de radio, cine y teatro, como para los editores de tapas de revistas, era «necesario» visitar su estudio de la avenida Santa Fe (luego Callao), ya que esto constituía, más allá de la calidad y del referente obligado, un hecho casi mítico. De este modo, forjó su reputación y así, todas las semanas y durante años, la fotógrafa retrató, para las tapas de las revistas Antena, Radiolandia y TV Guía entre otras, a las grandes figuras del ambiente artístico.

Su creciente interés por el cine y el teatro la llevaba a recorrer incansablemente salas y sets de filmación, donde se producía ese feedback tan especial con la farándula del momento. Paralelamente frecuentaba también el Foto Club.

Cuando artistas como Mirtha Legrand, Zully Moreno o Delia Garcés visitaban su estudio, durante el período que la misma Annemarie denominó «la época gloriosa del cine nacional», la decoración quedaba en manos de las productoras cinematográficas. Si no era así, Heinrich se ocupaba personalmente de la ambientación. Asimismo, otros exponentes de la vida cultural pasaron por su estudio: Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Alicia Markova, Lino Eneas Spilimbergo, Carlos Castagnino, Rafael Alberti, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Astor Piazzolla, Aníbal Troilo y muchos más: todos ellos cantantes de diversos géneros, bailarines y coreógrafos, escritores, artistas plásticos, directores de orquesta y músicos tanto nacionales como internacionales.

En su estudio retrató también a Eva Perón en su doble rol de actriz y de personalidad política. Annemarie prosiguió con su trabajo profesional hasta 1996 en el estudio de la calle Callao al 1400. Falleció el 22 de septiembre del 2005 a los 93 años.

Desconozco si alguna vez regresó a Larroque. Probablemente sí. Nadie se va para no volver del sitio en que descubrió su razón de ser en la vida. Cuánto impactaron en aquella jovencita que apenas balbuceaba el español ese mundo de gringos, suizos, austríacos, alemanes, turcos, gallegos… esa Babel que era cada pueblo de nuestro país y nuestra provincia, nunca lo sabremos; lo que sí sabemos es que Annemarie Henrich, una de las más grandes fotógrafas de la Argentina y del mundo caminó esa calles con olor a tierra mojada, soñó sueños de niña en su lengua materna y, sin dudas, se llevó consigo al marcharse mucho del paisaje entrerriano en sus pupilas.


Luis Castillo

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