De maizales, bailes y acordeones

Los tiempos cambian. Las formas de trabajar, amar, pensar y relacionarse con uno mismo y con el otro se modifican. Mate amargo de por medio, en las largas horas de diálogo que mantenía con Juan, mi padre, era tema recurrente el trabajo de la tierra y el sentido de patria que ella llevaba implícita. Él, al igual que toda mi familia materna y paterna, fue colono.

Sus recuerdos acerca de su niñez en colonia Las Flores y ya más grandecito en El Potrero se volvieron una costumbre que se traducía en anécdotas. Sus ojos cargados de nostalgia, lucha y resignación no hacían otra cosa que hablarme de un tiempo pasado lleno de trabajo, de heladas mañanas rumbeando para el tambo, de manos gigantes propias de quien empuña las armas de un labrador: la pala y el arado. No por ello dejaba de añorar aquellos días.

Me supo transmitir, a su manera, aquel amor por la tierra y por la gente que la trabaja señalándome en cada oportunidad que tenía que esos colonos “construyen la patria a cada instante, no la proclaman, la viven”. Siempre me contaba de las dificultades que se generaban en cada cosecha de maíz. Era una vida bastante sacrificada; aunque sabiendo que cada día que pasaba se acercaba el domingo y con ello la posibilidad de ver a su amor, a su compañera de siempre, Dora, mi madre.

En esos crudos otoños e inviernos, las labores comenzaban durante la madrugada. Ya a principios de abril las zonas agrícolas se preparaban para la llegada de los juntadores de maíz, que serían contratados para la cosecha y toda la muchachada de la familia. Cada uno llevaba ropa, utensilios de cocina y frazadas. Todos tenían, además, la bolsa de lona en cuya parte inferior se ponía un cuero para que resbalara con más facilidad por los surcos y que se la colgaban del cuello y la ataban a la cintura. Con la ayuda de un buen tiempo y cuando la espiga maduraba, venía el trabajo de deschalada que consistía en juntar espiga por espiga, a mano, con la ayuda de un deschalador. Esta era una púa que se calzaba entre los dedos para abrir la chala, sacar la espiga limpia y echarla en una maleta.

La deschalada de maíz tenía la particularidad de ser una actividad integradora; en ella participaban los abuelos, padres, hijos, nietos, más todos los vecinos que colaboraban con sumo agrado por la convivencia que se daba y porque todo ello se extendería en el tiempo porque cuando se culminaba en un campo se iniciaba en otro.

Ese maíz en espiga se guardaba en trojas hechas con la chala del mismo maíz, sostenidas por alambres que no dejaba escapar las espigas y que muchas veces se cargaba con la ayuda de un cajón volcador, elevado por medio de una especie de cable carril, tirado por un caballo. Al llegar a lo alto y en medio de la troja, se tiraba de una soga que habría una compuerta y descargaba. Cuando se terminaba con el trabajo de deschalada y juntada, se procedía a la desgranada, desde la troja con máquinas accionadas por el esfuerzo del hombre, a mano y espiga por espiga. El marlo, o mazorca pelada, se usaba como leña para el fuego de los fogones y cocinas. Junto a ese maíz, se sembraban algunas hileras de maíz pisingallo para los pororós y no faltaba también el maíz de Guinea para las escobas.

Cuando el juntador era contratado, el colono le asignaba un lugar para que viviera, que podía ser el galpón de la chacra o del campo, o le facilitaba algunas chapas para que se construyera una vivienda precaria. La mayoría de las veces el colono le proveía de agua y alimentos.
El final de la cosecha era muy esperado. No sólo porque terminaba una etapa del trabajo sino que además era el momento de celebrar la extracción de los frutos brindados por la tierra. Los bailes familiares se sucedían por todos lados. En las escuelas o bien en los clubes sociales de las diferentes colonias. Es que la música es universal y el amor hacia ella también. Siempre había alguien que sabía tocar de oído la guitarra, el bandoneón, el violín o el acordeón a piano o verdulera. Era el momento de tirarse el ropero encima y ponerse bastante agua florida porque podía estar la china o el paisano con el que se quería noviar. Era cuestión de preparar el carro, la volanta, el sulky o simplemente a caballo.

En nuestra zona rural había muchos y buenos músicos de chamamé, polkas, foxtrot, pasodobles, valses, rancheras, tarantelas y milongas. Algunos de ellos son muy recordados. Máximo Teubner, Héctor Fiorotto, Juan Carlos González, Ricardo “Bebi” Fiorotto, Eduardo “Lalo” Fiorotto, Alejandro Hilt, Spiazzi, Germán Saavedra y tantos otros.

En el caso de la colonia El Potrero, una vez creado el Centro Cívico fue el lugar dilecto para las reuniones sociales, la organización de bailes y fiestas y de la práctica de deportes. Las fiestas se organizaban en el salón y si se preveía que iba asistir mucha gente (solía sumaban gente de la ciudad), se las realizaba en los galpones de la firma Goldaracena que tenían en la Colonia. Los bailes empezaban temprano, a las 19 o 20 horas hasta las 4 o 5 de la mañana, para lo cual, se alumbraban con faroles de noche porque no había energía eléctrica. El colono Cacho Lizzi los alquilaba por docenas; es que el galpón era grande y había que alumbrarse. Asistían niños, jóvenes y adultos. Unos jugaban, otros bailaban y según me contaba la colona Biatris Cedrés “los más viejos que no podían bailar se dedicaban a jugar al truco o al tute”.

Si bien estas fiestas se realizaban cuatro o cinco veces en el año, casi siempre les permitía a los jóvenes conocerse entre sí y luego formalizar en casamiento, sin distinción de grupo étnico o religioso; aunque los luteranos, al comienzo, eran un poco reacios a relacionarse con los criollos. En estos mismos lugares se realizaban los casamientos. La mayoría de las veces, las hijas y los hijos se casaban con gente de las mismas colonias. De estas historias hay muchas; como la de mis padres, Juan, hijo de Francisco Henchoz de calle 4 y de Dora, hija de Héctor García de calle 6 de la colonia El Potrero.


Marcos Henchoz
Historiador

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