Entre las palabras que prácticamente han desaparecido de nuestra habla cotidiana se encuentra el término: matiné. Cómo explicar a los niños, niñas y jóvenes de hoy que ese vocablo robado del francés era mucho más que un horario para un espectáculo ―tal como expresan los diccionarios― sino que era el espectáculo mismo. Matiné era sinónimo de cine, de griterío previo a que las luces se apagaran y se encendiera la magia, el aroma de las generalmente inalcanzables golosinas que se apiñaban en una caja de madera y se ofrecían a los gritos por los pasillos de los cines. La primera salida con amigos y sin los padres. La primera cita. Y por si todo eso fuera poco, dos películas. Sí, dos. Aptas para todo público, naturalmente.
Qué significado tenía entonces y cuál ahora ese término, me pregunto; qué era lo prohibido, lo que no debía verse. Lo que debíamos ver los niños. Lo que hoy sí pueden ver y yo no podía. Por qué, en definitiva, existían las películas no aptas para menores de 18 años.
Recuerdo que durante una clase ―yo estaría en cuarto o quinto grado― un maestro ridiculizó a uno de mis compañeros por lo que había escrito en su trabajo acerca de los indios (no se les llamaba Pueblos originarios por aquel entonces); había que describir vida y costumbres de los indios del norte argentino y mi compañero no tuvo mejor ocurrencia que describir ―eso sí, hay que destacar, con detalles casi fotográficos― vida y costumbres de los Sioux. ¡Y es que era lógico! Esperable y natural ―si se quiere― que, para la mirada de un niño, lo que veíamos en las películas era lo que sucedía o había sucedido en un mundo cuyas fronteras estaban demarcadas por la cultura dominante. Nuestra realidad, nuestro universo, era ese, el de los cowboys simpáticos (sí, había malos también, pero era fácil darse cuenta quién era quién), los indios malos, feroces, taimados, bastante ingenuos y fáciles de engañar ―por suerte― y teníamos de nuestro lado a la caballería, que siempre llegaba unos minutos tarde, es cierto, pero llegaba. Y todos nos poníamos de pie, gritábamos y nos abrazamos presos de emoción y algarabía cuando escuchábamos ese clarín que anunciaba que, finalmente, llegaban los buenos.
En una clase de Educación cívica (o no recuerdo bien cómo se llamaba en aquel momento esa materia), otro compañero relató (y frente a toda la clase) sin pudor y sin titubeos, cómo se llevaba a cabo un juicio por jurado, cuando en nuestro país aún faltaban décadas para que eso comenzara. ¡Pero, caramba! Si lo habíamos visto todos en el cine a esos juicios, cómo íbamos a saber que eso acá no sucedía. Que los niños o niñas no declaran en el estrado, y que no siempre ganan los buenos. Los indefensos. Los que osan enfrentar al poder.
¿Y qué tenía que ver que Superman o El capitán América usaran como uniforme la bandera de Estados Unidos? ¿No era acaso solamente una cuestión estética? ¿Que los alienígenas, cuando decidían tomar el mundo empezaran por Estados Unidos, no era lo que hubiera sucedido en verdad si estos hombrecitos verdes hubieran decidido aterrizar sus platillos voladores en este planeta? ¿Y, cuando tecnología mediante pedían comunicarse con el líder del planeta no aparecía en pantalla el presidente de Estados Unidos?
Quizás, solo quizás, el cine de un modo u otro nos estaba diciendo cosas que, dada nuestra inocencia, tomábamos como verdades absolutas y modelo de pensamiento. Éramos tan chicos, tan ingenuos. Cómo no creer que de verdad todos los negros eran malos, los asiáticos serviles, que los centroamericanos no sabían hacer otra cosa que bailar al son de sus maracas y sonreír a los amables turistas que les hacían el favor de visitarlos o los alemanes prepararse para una nueva guerra mundial. Gracias a ese cine aprendimos que los rusos no saben reír, los hindúes (no los llamo indios, como debiera ser, para no generar confusión) estaban realmente encantado con la posibilidad de ser ingleses, y que nunca debíamos preguntarnos por qué el rey de la selva era un hombre blanco a quien los simios obedecían y respetaban en lugar de hacerlo frente a los Watusi, los Mangani (que le pusieron el nombre Tarzán, que significa piel blanca) o cualquier otra tribu local.
Esas eran las películas “Aptas para todo público” de las que disfrutaba en mi infancia; por no mencionar el siniestro final de Marcelino pan y vino (quienes no la conozcan no se molesten en hacerlo) y que, incluso, la llevaban a las escuelas para verla previo a las Pascuas; lo que le sucedió a Espartaco por no someterse al poder imperial o a Jerónimo por no entregar sus tierras a los rubios del otro lado del océano.
Películas en las que no había besos (a lo sumo alguno muy, muy inocente); de tetas ni hablar, naturalmente, esas sí estaban prohibidas. Más aun las de Isabel Sarli. Porque parece que lo malo no era que a la pobre muchacha la violaran arriba de un camión frigorífico o que el patrón se abusara de su inocencia, no, ese no era el problema. El problema es que se le veían las tetas. Pero de eso nos dimos cuenta después, mucho después, cuando la icónica frase: “Qué pretende usted de mí” ya tenía otro significado. Uno mucho más grande aun que las tetas de la Sarli, mucho más duro que sus gestos; un significado que nos muestra como canallas complacientes, como animales que, al igual que los personajes de esa escena inolvidable, dentro de ese camión solo veíamos carne.
A los censores, a los calificadores de películas, a todos aquellos que seleccionaron el modo de entretenernos mientras nos tapaban los ojos de propaganda: salud. Son unos capos. Siniestros, perversos, pero de verdad hicieron bien su trabajo. A la Coca, no me queda más que pedirle perdón; yo también fui uno de los tantos que se olvidó que, ante la magnificencia de sus atributos, dejamos de ver todo lo que había detrás de cada imagen, perdimos el contexto, la miseria social, en definitiva, el durísimo mensaje subliminal que se ocultaba detrás de cada escena en la que, tristemente, solo alcanzábamos a ver un par de tetas.
Luis Castillo