Se cumplen 154 años de la muerte del General Justo José de Urquiza, asesinado en su propia casa (el Palacio San José, en Concepción del Uruguay), en presencia de varias de sus hijas, por una “partida” -grupo de hombres armados en la jerga de la época- que respondía a Ricardo López Jordán, quien lo había secundado en lo político y militar. Para ese momento, consideraba a su jefe un “traidor” por haberse abrazado semanas antes con el presidente Domingo Faustino Sarmiento, en una histórica visita que realizara a Entre Ríos.
A fines del siglo XIX, en el semanario Caras y Caretas, el gualeguaychuense Fray Mocho, su editor entre 1898 y 1903, entrevistó al Coronel Carlos Anderson, quien durante su juventud sirvió al General Urquiza y estuvo presente aquél fatídico día.
Este fragmento de la nota “La muerte del General Urquiza (29º aniversario)” es parte de lo que escribió el genial escritor entrerriano y salió publicado en el número 27 del 8 de abril de 1899 (hacé click aquí para ver la revista).
En las últimas horas del 11 de abril de 1870 –lunes santo– se desarrolló la sangrienta tragedia, cuyo resultado fue la postración de Entre Ríos durante diez años y la desaparición de la escena política de la República de un hombre superior que la llenara durante una veintena y que no solamente había llevado a cabo la obra de la unidad nacional, sino también cimentado las instituciones que hoy nos rigen, cerrando la era del caudillaje bárbaro y arbitrario.
El General don Justo José de Urquiza, caudillo vencedor de todos los caudillos dominadores de provincias –especie de señores de horca y cuchillo de cada región poblada sobre las inmensas pampas argentinas– ya estaba retirado de la vida activa, consagrado a su familia en su Palacio de San José, a poca distancia de Concepción del Uruguay, en el camino que conduce a Rosario del Tala y no lejos de su famoso campamento de Calá, y al gobierno casi patriarcal de su pueblo, que él había formado y educado y que no concebía la idea de autoridad sin encarnarla en don Justo, que era casi como un ídolo, ejerciendo no solamente funciones civiles y militares sino también hasta religiosas, considerándose sus decisiones como inapelables.
El Gobierno Nacional –fundado por él con la Constitución de Alberdi, actualmente en vigencia– había comenzado con Mitre y continuaba aún, bajo Sarmiento, su proceso de desarrollo, arraigando en la conciencia pública, adquiriendo facultades y debilitando poco a poco las de aquellos que le resistían, contemporizando con los resabios de la época y cuando más –como en el caso de Urquiza– influyendo para que te conciliaran los autoritarismos de los Jefes Supremos con las exigencia de la democracia naciente, altiva y batalladora.
Y el viejo Jefe, adaptándose al medio en que tenía que actuar, se habla despojado en gran parte de sus preocupaciones y aspereza y se dejaba arrebatar por las corrientes nuevas, invitando a imitarle a sus bravos compañeros de armas, que, entregados a faenas agrícolas o ganaderas, dejaban el campo abierto a la mozada activa, que orgullosa con las glorias de sus mayores, ambicionaba las posiciones espectables y los puestos dirigentes, marchando a su conquista a paso de carga, pareciéndole retardatario cualquier espirita parsimonioso.
El viejo caudillo no le cerraba las puertas y, por el contrario, la recibía con alborozo, aunque moderando sus ímpetus, pues veía realizarse su profecía, cuando al fundar en 1849 el Colegio del Uruguay –en circunstancias que los demás caudillos cerraban por peligrosas las casas de educación que habla en sus dominios– decía, entrecortando las frases y acentuándolas con un ¡eh! característico, como le era de hábito: –Debemos velar por esta casa. De aquí han de salir los que la patria espera.
Y así iba corriendo la vida política para Entre Ríos, quizás un poco accidentada, pero no difícil, cuando sin que nada lo hiciera presagiar, la república se acongojó con la noticia de que el Capitán General don Justo José de Urquiza había sido asaltado y muerto en su palacio de San José, entre los brazos de su mujer y de sus hijas, de las cuales una –Dolores, de 16 años de edad, hoy señora de Sáenz Valiente– atropelló a uno de los asaltantes, el Sargento Mayor José María Mosqueira, armada de un espadín, con el cual pretendió herirle. Teniendo conocimiento de que se hallaba en Buenos Aires el hoy Coronel señor Carlos Anderson, que era el ayudante de servicio que tenía el General Urquiza la noche del suceso fatal, le hicimos una visita y obtuvimos de él datos curiosos y nuevos.
—Vengo a visitarlo, mi Coronel, para que hablemos de aquellas cosas de Entre Ríos en 1870… de la muerte del General… ¿Recuerda el hecho?
—¡Vaya!… ¡Como para olvidarlo fue! Lo tengo tan presente como si fuese ayer (…) ¡Qué bárbaro rato me hicieron pasar!
—¡Me lo imagino!
—¡Figúrese!… Yo estaba de guardia y mi hermano, que era el otro ayudante, estaba en cama razón por la cual me encontraba en su cuarto acompañándole, juntamente un paisano Molina de Gualeguay que había venido a cobrar unas vacas vendidas al General, que era muy negociante. Serian entre las siete y siete y veinte de la noche, cuando sentí que don Justo –que estaba, como era su costumbre, tomando el té bajo la galería en la entrada del patio– le preguntaba al hombre de servicio: “¿Qué ruido es ese?”. Parecía ser un tropel bastante sonoro que se acercaba rápidamente. “¡Ah! lAh! ¡Eso es!… Ha de ser una comisión que debe llegar de Nogoya…”. Y luego no más como el tropel siguiera y no se detuviese donde estaba ordenado se detuvieran las comisiones. Agregó –ya gritando– “son asesinos… cierre la puerta del pasillo”. Y lo oí que corría para la sala-costurero de la señora, que quedaba casi en la esquina del patio y se comunicaba con la torre del Palacio por medio de otro cuartito donde estaba la escalera, que era de fierro y de esas llamadas de caracol. En la torre había armas y si el General sube se salva, pero lo perdió su genio, pues como encontró un riflecito a mano, volvió al patio corriendo.
En eso, los asaltantes, que eran cinco nomás –pues aunque entraron al Palacio ciento cuatro, los otros enderezaron a la guardia y a asegurar las entradas– desembocaban en el patio y al verlos les gritó “no se mata así a un hombre en su casa, canallas” y les disparó un tiro: la bala le pasó rozando el bigote a un cordobés Álvarez y fue a quebrarle el hombro al negro Luna, otro de los que venían.
Álvarez, entonces, le tiro con un revólver y le pegó al lado de la boca –era herida mortal, sin vuelta–. El General cayó en el vano de la puerta y en esa posición Nico Coronel le pegó dos puñaladas y tres el cordobés Luengo, –único que venía de militar– que lo alcanzó cuando ya la señora Dolores y Lola la hija tomaban el cuerpo y lo entraban a la pieza, en la cual se encerraron con él, yendo a recostarlo en la esquina del frente, donde se conservan hasta ahora las manchas de sangre en las baldosas.
— ¿Y quiénes fueron los que lo mataron?
— Los que entraron fueron: los cordobeses Luengo, que mandaba en jefe y el tuerto Álvarez, que fue el que lo volteó, los orientales Nico Coronel y el mentado negro Luna y el entrerriano José María Mosqueira… El correntino Vera vino también, pero él fue el que atacó a la guardia por más que era el jefe verdadero del asalto.
— ¿Y López Jordán, entonces? ¿Qué hacía?
— Estaba en su estancia… Los hilos de la trama eran muchos y había que estar con el ojo alerta. Ya ve: en Concordia mataron también a la misma hora más o menos que al General, a sus hijos Justo y Waldino, a quienes se temía, sobre todo al primero, que era prestigioso… Amigo, ¡que se hicieron muertes para nada! Vea, después, todos los que mataron al General murieron violentamente: Mosqueira envenenado o cosa así; Vera de un tiro; Luna de una puñalada; Luengo no sé cómo, pero también de heridas; López Jordán de un tiro en la cabeza, aquí en Buenos Aires, en pleno día. Los únicos que se escaparon fueron Nico Coronel el cordobés Álvarez, que vive en La Plata, según me han dicho. Es sobreentendido que no cuento diez años de revoluciones, con batallas y el demonio.
—¿Y López Jordán era prestigioso?
—Encabezó el movimiento armado, pero no fue el autor de él; en realidad, lo que él hizo fue copar la banca, como se dice en criollo. Jordán era sobrino del General Ramírez –el verdadero y único caudillo entrerriano antecesor de Urquiza– e hijo del General Ricardo López Jordán, que dejó un nombre hecho. Y con eso por capital aspiraba a suceder como Gobernador a su viejo jefe, sin comprender que el caudillo no lo es por herencia sino por sus cabales.
—Pero, ¿tenía prestigio?
—Vea… creía ser hábil en política y se equivocó feo. La gente lo siguió –eso es indudable– pero él no supo ver la situación y marchó al sacrificio bien acompañado. Nada más.