“Suelo decir que la gente no se muere cuando la entierran sino cuando se la olvida. Por eso pienso con cierto alivio que el Padre Jeannot vivirá mucho tiempo, porque Gualeguaychú rendirá homenaje a los méritos de este cura gaucho que se ganó el verdadero amor de su gente, y también el mío”.
La frase pertenece nada menos que a don Luis Landriscina. Es parte del testimonio que nuestro gran humorista y costumbrista nacional quiso aportar en el 2017 con ocasión del Centenario del nacimiento del ya legendario curita gaucho.
“En los pueblos y pequeñas ciudades del país -explicaba Landriscina en su escrito- suelen surgir personajes que por distintas razones se destacan sobre el resto, ya sea por el empeño que le ponen a la tarea que realizan o la pasión con que transmiten su mensaje. Y cuando Dios decide llevárselos, los vecinos entran a darse cuenta de que hay algo que está faltando en el pueblo, y es ese personaje que empujaba el ánimo general.
Es el caso del Padre Jeannot, un cura gaucho con un lenguaje llano, para que lo entienda el paisanaje de las zonas rurales y los pobladores de la ciudad, porque le ponía pasión a la grata manera de hablarnos de Dios y entendiéramos por qué cada día habíamos de dar testimonio de nuestra fe… Por eso extrañamos su voz en la radio y en el púlpito pidiéndonos cotidianamente que pensemos en el prójimo”.
Amigos de verdad
Se sabe que Jeannot y Landriscina, Landriscina y Jeannot, llegaron a ser amigos de verdad. Solían coincidir en el campo de Don Luis, al sur de Gualeguaychú. Y mate va y mate viene, verso va y cuento viene, aquellos eximios artesanos de la palabra anudaban charlas amenísimas.
Los dos se criaron en las chacras: chaqueñas el uno y entrerrianas el otro. Ambos, curtidos en la pobreza y el trabajo del campo, eran hijos de inmigrantes. Hermanados en la humildad de sus orígenes sabían sintonizar en lo profundo y comulgaban en una rica constelación de convicciones: la fe cristiana de siempre, el amor al prójimo, la pasión por la patria, el valor de la familia, la nobleza de sentimientos, el aprecio de las más puras tradiciones. Vibraban con las virtudes que hicieron y hacen grande a la Argentina.
A través de los años, de tanto compartir, la admiración mutua fue creciendo. Jeannot apreciaba el talento, la trayectoria y las cualidades personales de Don Luis, mientras que Don Luis apreciaba el carisma irresistible y la entrega generosa de ese sacerdote con fama de santo.
Los gualeguaychuenses de buena memoria recuerdan que Landriscina solía inaugurar sus temporadas artísticas en el Teatro Gualeguaychú a beneficio de las obras sociales del curita gaucho. Y los más veteranos del pago de Perdices también vieron a
Don Luis, cada tanto, participar en las Misas que Jeannot celebraba allí, en la capilla Santa Rosa.
Esquivando espinillos
En una ocasión, sin fecha registrada, se armó además de la Misa una procesión en pleno campo: el terreno no invitaba a semejantes aventuras pero los feligreses, paisanos de toda laya y condición, se enfilaron dócilmente en caravana como encantados por la prédica fervorosa del cura gaucho que, con su habitual tono chacarero, calaba en el hondón de sus corazones: era esa voz inconfundible, amiga y de confianza, familiarísima, ya gastada por la brega de los años pero portadora de una fuerza misteriosa que transportaba las almas de la tierra al Cielo.
En broma muy suya, el Padre Jeannot solía evocar aquella audacia como una “procesión con obstáculos”. Los obstáculos, por supuesto, eran árboles, y espinas, y pozos, y hormigueros, y pastizales, y huellas de vacas, y vaya a saber cuánto cardo, abrojo, ortiga y matorral.
La intrepidez del cura gaucho y de su gente, que con su fe le ganaron la pulseada a la hostil orografía, impresionó tanto a Landriscina que plasmó su recuerdo en tres líneas cargadas de nostalgia y una pizca de ironía:
“Porque anduvimos juntos esquivando espinillos, porque la Virgen se merecía una procesión, aunque no tuviéramos calle en los pagos de Perdices… ¿se acuerda Padre? Le mando un abrazo y cualquier momento nos vemos”.
Apuntes biográficos
El Padre Luis Félix Jeannot Sueyro, fallecido a los noventa y un años en el sanatorio que hoy lleva su nombre, dejó una estela de bien allí donde pasó: en las chacras del Gualeyán, que lo vieron nacer el 20 de noviembre de 1917; en el seminario de Paraná, que lo acogió desde sus endebles trece años hasta su ordenación, el 20 de diciembre de 1942; y en los destinos entrerrianos que desde entonces fueron testigos de su incansable labor: Rosario del Tala (1942-1944), Concepción del Uruguay (1944-1952), Maciá (1952-1954), Villaguay (1954-1957) y Gualeguaychú (1957-2008).
A lo largo de sus casi sesenta y seis años de sacerdote, entregado a su misión hasta el final, contagió sus ideales con admirable entusiasmo y dejó una marca de bondad y de ternura en las personas que se cruzaron en su camino. Era cierto lo que le cantaron en vida los hermanos Pereyra: “Cuando más te conocemos, más se agranda nuestra fe”.
Fiel a su llamada, supo conciliar lo que a veces parece inconciliable: la unión con Dios y la actividad cotidiana. Porque era un hombre de oración que trabajó sin parar, y era un hombre de acción que se nutría de rezar y rezar. Su piedad le impulsaba al trabajo y el trabajo se convertía en ofrenda, en oración, en servicio.
Cuesta pensar que a un sacerdote tan virtuoso Dios no lo tenga muy alto en el Cielo; que no le dé permiso para continuar sembrando, desde allá arriba, mucho bien acá abajo, en estos pagos entrerrianos en los que entregó su vida.
Como nos pide Landriscina, vale la pena homenajear sus méritos, rescatar del olvido su figura egregia, inspirarnos en su admirable ejemplo y, por qué no, rezarle confiadamente: que interceda por nosotros ante Dios, que nos dé una mano el curita gaucho que tanto nos quería.
Luis Apesteguía