Las gotas caían haciendo burbujitas cuando golpeaban sobre los charcos que se habían formado con el correr de las horas. Ya estaba listo para ir a lo de Lucas, y miraba esa situación en loop mientras los demás se cambiaban. “Los demás” en ese entonces eran solo tres personas. Papá, mamá y Martin.
Era divertido ir a lo de Lucas, quedaba cerca del club, tenía un patio enorme, una casa en el árbol y una goma de auto atada desde una soga gruesa que usábamos de hamaca. Aunque a mí me gustaba más jugar a embocarle al hueco desde distintas distancias; me había comprado mamá unos botines Nike Tiempo negros con la pipa Blanca y unos detalles en flúor. Hermosos. Con esos iba a correr más rápido, pensaba. Pero me quedaban apretados. Y al mes me iban a quedar chicos, tenía razón mamá, pero estaban espectaculares y los quise igual. Los llevaba siempre a lo de Lucas, aunque ese día no entrenáramos, para practicar embocarle al hueco de la goma, y porque “si los usas se estiran” había escuchado decir a algún viejo en Parque. Pero Lucas no le ponía tanto entusiasmo entonces el juego se terminaba cuando los botines me apretaban mucho y me acordaba del viejo de parque y de mamá, o cuando algún pelotazo pasaba cerca del estante de madera que tenía varios bonsáis que delicadamente cuidaba y criaba Juan, el papá de Lucas. Me encantaba ir a la casa de Lucas. Pero no ese día. No en esa oportunidad. No esa tarde de lluvia que caía haciendo burbujitas y el Vasco decía que entonces, si pasa eso, “va a llover todo el día”.
Llovía y también hacía frío, esa tarde que, faltando algunos días para cumplir ocho años, mis papás me abandonaron en la casa de Lucas y “se fueron a Basavilbaso, o algo así” conté en ese momento, a una supuesta eminencia en ortodoncias para hacerlo atender a mi hermano.
No sé quién se la recomendó, ni en qué momento esa vieja dispuso que esa tarde tenía que dar un turno, ni por qué papá, cuando mamá le dijo que ese 30 de junio a las 5 de la tarde tenían turno en un pueblo a una hora de acá para que lo vean a Martin, asintió sin chistar. Seguro se había olvidado. Hubiese sido fácil la respuesta: “El auto está en el taller, reprogramamos para otro día”. Pero no, le pidieron el auto prestado a Luis, que era la pareja de la tía Ana, que era remisero y tenía un Duna color clarito, y después de dejarme abandonado en la casa de Lucas, partieron hacia Basavilbaso. Juan y Nora me saludaron y ya tenían varios juegos armados, pero a mí no me interesaban. Lucas me propuso ponernos a dibujar, tenía un tablón largo en la pieza, y muchos lápices. Acepté con desgano. Encima, él dibujaba mucho mejor. Las gotas seguían formando burbujitas en su caída; efectivamente, iba a llover todo el día.
Y como llovía, tampoco podía jugar a embocar en el agujero de la cámara. Pero igual no tenía ganas, ni siquiera había llevado los botines. Los había dejado en casa. Además, me apretaban un montón, pero ni loco lo asumía.
Menos ese día. Que estaba enojado y me dolía un poco la panza. ¿Por qué no podíamos estar en casa como los otros partidos? Si papá nos había enseñado que todos los planes del fin de semana se organizaban en función del horario del partido. ¿No nos había levantado un día a las seis de la mañana para ver a River en Japón? Y nos amargamos con el gol de Del Piero, aunque él se iba a trabajar y yo no entendía muy bien qué pasaba. Y ya sé que no era River, pero era Argentina, y contra Inglaterra, y los otros partidos los habíamos mirado en casa mientras él movía de manera incesante la pierna y rechazaba algunas pelotas que caían en el área y pateaba cuando estaba Bati en el área rival. Si hasta mamá se sentaba a mirarlos. Y además jugaba Ortega, que era mi ídolo, pero como no me salía imitar sus frenos, también elegia al Mono Burgos. Pero no jugaba. Passarella lo había elegido a Roa, que según papa era “medio raro, musulmán o algo de eso, y no come carne”.
Me molestaba que no jugara el Mono por ese Raro Roa. Yo quería verlo hacer “la de Dios” y que se levantara mascando chicle y riéndose en ese estadio que era en Saint Étienne y el nombre me recordaba a la abuela Queca, que unos meses atrás me había hecho escuchar “La Marsellesa”, advirtiéndome de antemano “es el himno más lindo del mundo”. Casi de forma imperativa; y de la señorita Blanche de francés que nos había enseñado a pronunciar los estadios y las ciudades del mundial, pero los periodistas lo hacían mal.
Solté los lápices, no había dibujado nada. Me senté en la cama apoyando la espalda contra la pared y miraba, en un TV 14 pulgadas de carcaza roja que estaba en la punta del tablón, por primera vez, un partido solo. Y digo solo, no por recordar el abandono, sino porque Lucas seguía dibujando ensimismado en alguna historieta; Juan y Nora probablemente dormían en la pieza de al lado.
Lucas salió por un ratito de su introspección artística porque de entrada nomás el Bati, con algo de suspenso, se la puso contra el palo a Seaman que usaba bigotes y pelo largo, y le había adivinado la intención; lejos de gritar el gol, su observación fue que ·tenía nombre de superhéroe. Había encontrado otro personaje para su historieta. Enseguida nomás Shearer nos empató y Owen, que tenía cara de nene de algunos años más que nosotros, lo dejó pintado a Ayala y puso el 2-1. Quería que el timbre sonara y sean papa, mama y martín viniendo a buscarme para ir a ver el partido a casa y que papa rechazara en el área nuestra y pateara al gol en el área rival. Pero no.
Orteguita frenaba y arrancaba en Francia, y acá, en Argentina, llovía con burbujitas. Empatamos con gol de Zanetti y terminó el primer tiempo. Del segundo tiempo no me acuerdo.
En un momento Juan se asomó por la puerta y dijo algo de los ingleses, pero creo que no tenía nada que ver con el fútbol; algo de unas islas. Lucas le mostró su nuevo superhéroe de bigotes y guantes. Mientras yo me escondía debajo de la cama para que el superhéroe, que para mí era villano, no triunfara en los penales.
Ese día descubrí que, aunque yo lo quería al Mono, también podía gustarme Roa, y que no era musulmán, sino adventista y vegetariano, por eso le decían Lechuga; me enteré que, a veces, los dolores de panza son por nervios, que papá agotó la bocina del auto bajo la lluvia que hacía burbujas a la vuelta del viaje a Basavilbaso, y que el tío Luis, aunque tuviera un Duna color clarito, no era remisero, sino psicólogo.
Matías Herlax