Poeta, escritor, periodista, compositor, interprete, gestor cultural… pero, sobre todo, un gran contador de historias entrerrianas. Así se lo podría definir a Roberto Romani, un estudioso y gran divulgador de las costumbres, tradiciones y memorias que atesora nuestro terruño.
En Larroque nació, pasó su infancia y adolescencia, hasta que emigró a La Plata para estudiar la licenciatura en Ciencias de la Comunicación Social. De regresó a Entre Ríos, con el título bajo el brazo, trabajó en diferentes medios de diferentes ciudades, al tiempo que comenzaba a delinear su faz literaria y autoral. Hasta hoy, Romani publicó 25 libros, 13 grabaciones con música y poesía de la región y dos documentales con rescates históricos y vivencias del litoral. Recibió el Premio Santa Clara de Asís, la Faja Nacional de Honor de la Asociación de Escritores de la República Argentina, la declaración Prócer de la Cultura y la Mención de Honor Senador Domingo Faustino Sarmiento. Actualmente es Asesor Cultural del Gobierno de Entre Ríos.
¿Si tuvieras que armar un grupo selecto de larroquenses que por algún motivo se hayan destacado, a quiénes incluirías y por qué?
Son numerosos los protagonistas destacados de la vida larroquense, pero algunos merecen un capítulo especial. Entre ellos, Faustino Suárez, cordobés, que junto a su esposa Dorila, puso en marcha el primer proyecto educacional, en marzo de 1911, es decir dos años después que las paralelas de hierro permitieran el paso del primer tren por el antiguo Kilómetro 23. También merece un recuadro el padre Alberto Paoli Lovera, sacerdote que desde 1959 y hasta su muerte, en agosto de 1993, fue pastor de almas e inquieto trabajador del aula y del teatro. Yo me arrimé a su espíritu creador a poco de llegar a Larroque desde Pehuajó Sud donde vivíamos con mi familia, y prontamente me incorporé al Conjunto de Aficionados de Teatro Experimental, entidad que nucleaba a todos aquellos ciudadanos con inquietudes artísticas. Después con Teresita Luque lo acompañamos en la fundación de la Escuela Parroquial de Arte Escénico (hoy Escuela Municipal, con notable vigencia).
También hay mujeres larroquenses destacadas…
Sí, claro. Entre las mujeres voy a mencionar dos: María Esther de Miguel, una extraordinaria creadora desde los géneros del cuento y la novela histórica que también gravitó con solvencia en el campo del periodismo y en la función pública, particularmente cuando se desempeñó con notable compromiso en el Fondo Nacional de las Artes, durante el gobierno de Raúl Alfonsín. Desde sus primeros títulos (“La hora undécima” o “Los que comimos a Solís”) la impronta de María Esther fue decisiva para que editoriales de gran prestigio en la Argentina la invitaran a formar parte de sus proyectos literarios. Su actividad en la tarea organizativa de la Feria Internacional del Libro en Buenos Aires como sus numerosas conferencias, dictadas en grandes escenarios como en sencillos salones de escuelas y bibliotecas populares, hicieron que su nombre trascendiera los límites de la provincia a incluso del país para convertirse en una referencia ineludible para la literatura del continente. En este sentido, la actual presidenta de la Biblioteca Popular de Larroque, Daniela Churruarín, ha publicado un interesante trabajo sobre la vida y obra de nuestra querida y admirada escritora, que como se sabe decidió descansar eternamente en el cementerio de nuestro pueblo a escasos metros donde levantó las paredes de La Tera, su casa, donada a la Municipalidad local en un gesto que la ennoblece.
Otra mujer que merece nuestro recuerdo y gratitud es Annemarie Heinrich, auténtica pionera de la fotografía artística de la República Argentina, que si bien no nació en Larroque, llegó al pueblo cuando tenía catorce años. Se radicó con su familia recién llegada de Alemania y recorrió con su tío Karel, también fotógrafo, polvorientos caminos del sur entrerriano, descubriendo de este modo la vocación artística que la llevaría a consagrarse en Buenos Aires y el mundo con inconfundible personalidad. Los retratos notables de personalidades de la literatura, del espectáculo, del cine o la televisión, tuvieron su firma. En el Museo Nacional de Bellas Artes, en el Museo Nacional del Cine o en el Museo Mundial del Tango, vive su magia. Desde su atalaya despierto en Villa Ballester hasta su estudio en Callao y Las Heras, respiran los habitantes de la memoria.
¿Qué crees que tenga de especial tu pueblo y qué significa para vos?
Yo nací en Larroque, en la casa de los abuelos Juan Pedro y Agustina, donde había funcionado la primera escuela del pueblo. A los pocos días me llevaron al campo, y allí residí los primeros quince años. Cuando regresé a la brisa del pueblo natal lo descubrí en toda su dimensión. Lo mismo me ocurrió cuando el segundo regreso, después de haberme recibido en La Plata de Licenciado en Ciencias de la Información. Fue cuando comprendí la verdad de sus silencios, la madreselva de su olvido y el encantamiento de sus calles de tierra. Ya no volvieron los trenes risueños que despertaban su madrugada y se llevaban a sus hijos con rumbos inciertos. Pero en la vieja estación, una señal de distancia todavía advertía al viajero de las horas sobre una locomotora de vida, mientras el abuelo se divertía con el caballo blanco, buscando la frescura de la noria del tiempo. También entendí que todavía cantábamos y que podíamos gritar toda la alegría desde el mismo aliento del monte cercano, toda la confianza de sentirnos hermanos, más allá de los límites de la tolerancia, más allá de los triunfos y grises fulgores.
Hoy, muchos años después de aquella centellita de ternura, estoy seguro que los duendes azules de la infancia larroquense saben que siempre estaremos despertando zorzales, apresando crepúsculos, despidiendo amigos, inventando sociales; muriendo un poco cada domingo. Saben, que, en el momento del adiós, alzaremos la dicha, en la postal perdurable de la comarca del alma.
Además de las personas destacadas, destacables, intuyo que debe haber también historias maravillosas…
Cuando llegaban “los Palito” con su musiquita comenzaba la noche larga del carnaval en Larroque. Los humildes gallardetes y las espaciadas luminarias de “la veinticinco” se convertían en la explosión festiva para el desfile de la algarabía, y los disfraces extravagantes del pueblo chico. Los mayores, repitiendo la ceremonia de los estivales encuentros al aire libre, acomodaban sus huesos y la expectativa en torno a la pasarela ruidosa. Los niños, en la inauguración milagrera del agua y la serpentina, corríamos tras la mascarilla exagerada, por las anchas veredas del Club Central. A la distancia, un desordenado contingente todavía reclamaba a los uniformados, la autorización pertinente, para enmascarar las estrellas de febrero y dibujar una sonrisa de colores.
Don Claro La cruz, Pedro Oliva, “Goyo” Videla, Fortunato Toloza, las hermanas Casimira, los horquilleros de «La Esmeralda» y los jilgueritos del «Barrio del Tartagal», olvidaban por unas horas el llamador de las necesidades imperiosas y desfilaban ante el palco del corso con margaritas de gracias sobre el alma. Los Iglesias, Livedinsky, Bravo, Sánchez, los Iriarte y los Carrizo, invitaban al último carrero a pasear la luna del otro lado de la vía, mientras la “Nueve de Julio” ensayaba un valsecito de cadencioso motivo, muy cerca del molino harinero de “Los hermanos Taffarel”.
Yo me acuerdo de aquella alegría única, con los rostros perfumados y las desafinadas voces del viento. Yo me acuerdo, madre, de tu cabello joven y tus manos lindas acariciando el cuello de mi padre, en una interminable danza de amor.
También evoco las caritas pobres, disfrutando del gozo indescifrable, entre guirnaldas y reyes de fantasía.
Cuando se iban “los Palito” con su musiquita, volvía el silencio. Y todos en Larroque nos despedíamos hasta el próximo cuento de hadas.
Sabina Melchiori