Bartolomé Zapata y la revolución que se salvó a rebencazos

Con frecuencia, cometemos el error –naturalmente producto de cierta tendenciosa enseñanza– a convertir la cronología en causalidad. Con las historias en general y la Historia en particular (la mayúscula es para señalar que hablamos de los sucesos de una comunidad y no de los propios) percibimos secuencias de acontecimientos que van ordenándose en una metafórica línea temporal en donde pareciera que cada evento lleva invariablemente al siguiente, olvidando o dejando de lado que, para que cada evento suceda, hay una concatenación de hechos – conocidos o no– que provocan que suceda un determinado acontecimiento.

De este modo, esa simplificación permite llegar a conclusiones casi lógicas y muchas veces engañosamente inmutables, que no hacen sino provocarnos la ilusión del conocimiento de los hechos sobre los cuales – salvo que de un estudioso de la materia se trate o de alguien a quien no satisface la historia oficial–, por lo general, tampoco indagamos demasiado. Así, en la construcción de los acontecimientos históricos, no son pocas las veces que los héroes son solo héroes porque, o bien estaban en el momento justo y el lugar exacto, o simplemente porque el narrador precisaba de uno para resaltar una batalla, una conquista o una revolución.

Hablar de nuestra revolución de mayo de 1810 como algo que se gestó de la nada, en una semana y con el ingenuo romanticismo que se aprende (y se enseña) desde los jardines de infantes, es llevar ese reduccionismo del que hablamos al principio hasta límites inaceptables.

Podemos pensar en un año bastante particular para la historia de América toda como el de 1776. Ese año se produce, en el norte, la independencia de los Estados Unidos; en el sur, la creación del Virreinato del Rio de la Plata. Los sucesos independentistas del norte hicieron comenzar a creer que la emancipación era algo no tan imposible. La Constitución recién nacida proclamaba la igualdad de todos los hombres ante la ley (excepto los esclavos, claro), el derecho de propiedad y, básicamente, la libertad bajo un gobierno republicano, es decir, elegido por el pueblo. Unos años después, en 1789, cuando hacía apenas 6 años desde la fundación de la Villa de Gualeguaychú, la Revolución francesa hacía realidad la supresión de los privilegios de los nobles con su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (“Libertad, Igualdad, Fraternidad”). Mientras tanto, en Gran Bretaña, daba inicio la revolución industrial y, ante el crecimiento de la producción, se precisaba de nuevos mercados. Fue cuando empezó a mirar con codiciosos ojos las colonias Españolas en América, absolutamente desprotegidas debido a la invasión Napoleónica a España.

Con este escenario mundial, podemos poner como punto de partida a nuestra revolución (esto también es caprichoso y arbitrario si se quiere) el año de 1806, con las invasiones inglesas.

El comercio exterior en el Virreinato del Río de la Plata era monopolio de España y de los españoles aquí afincados por lo que, legalmente, no se permitía el comercio con otras potencias (lo que fomentaba, naturalmente, el contrabando). España, recordemos, se encontraba bajo dominio Napoleónico. Los barcos desde allí eran escasos y caros dado el peligro de los piratas básicamente ingleses, en particular tras la batalla de Trafalgar en 1805 en la que el Almirante Nelson destruyó la flota española quedando como dueña de los mares. Naturalmente, algunos comerciantes criollos estaban más que ansiosos por iniciar formalmente –más allá del contrabando– sus negocios con la gran potencia. Unos pocos, como Mariano Moreno, apostaban al desarrollo de la manufactura y producción locales. La nueva burguesía criolla, que anhelaba la revitalización del comercio y se entusiasmaba con las noticias revolucionarias de Europa, esperaba la oportunidad para acceder a la conducción política. Quienes estaban a favor de un nuevo orden se llamaban a sí mismos patriotas, americanos o criollos, mientras que los partidarios de la realeza española se decían, orgullosamente, realistas.

Al llegar los ingleses en 1806, quedó claro tanto que España nada podía hacer para proteger a sus colonias como que el virreinato podía ya defenderse a sí mismo. Tras ese intento de dudosa conquista (a los ingleses no les interesaba una nueva colonia sino un nuevo cliente comercial) se conformó el primer ejercito netamente nacional: el regimiento de Patricios, en donde vemos entre los jóvenes nombres en sus filas a: Manuel Belgrano, Martín Miguel de Güemes, Vicente López y Planes (sí, el autor de la letra del Himno Nacional Argentino), Domingo French (el de las escarapelas del 25 de mayo) y otros tantos que ocuparon lugares centrales durante la guerra de la independencia y que hoy solo son nombres de calles.

Todo esto sucedió antes de que comenzara lo que se conoció como: La semana de mayo de 1810.

Viernes 18: El virrey Cisneros, habiéndose confirmado la noticia de la caída del rey Fernando VII en manos de Napoleón, intenta hacer una Junta de virreyes en América. Las huestes criollas avizoran que el esperado momento ha llegado. En la habitual cita en la jabonería de Vieytes encargan a Juan José Castelli y a Martín Rodríguez reunirse con Cisneros y exigir un cabildo abierto.

Sábado 19: Cornelio Saavedra y Manuel Belgrano, por otra parte, piden al Alcalde Lezica la convocatoria a un Cabildo Abierto.

Domingo 20: Cisneros, quien ve venir la rebelión, solicita ayuda a los jefes militares pero estos se rehúsan a brindárselo. Por la noche, Castelli y Martín Rodríguez intiman al virrey: le dan 5 minutos para decidir el cabildo abierto. El virrey se da cuenta que está solo y acepta.

Lunes 21: A las nueve de la mañana la Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo) estaba ocupada por unos 600 hombres armados con pistolas y puñales que llevaban en sus sombreros el retrato de Fernando VII y en sus solapas una cinta blanca; era la “Legión Infernal” encabezada por Domingo French y Antonio Luis Beruti, exigían a los gritos la convocatoria al Cabildo Abierto.

Martes 22: Lleganlos “cabildantes”. De los 450 invitados sólo concurrieron 251y la gente seleccionada por los “chisperos” de la Legión. El Obispo Lué dice: ”(…) mientras haya un español en América, los americanos le deben obediencia”. Juan José Castelli replica que “habiendo caducado el poder Real, la soberanía debe volver al pueblo”. Juan José Paso nota que se quiere dilatar el proceso y dice que no hay tiempo que perder y que se debía formar inmediatamente una Junta de gobierno.

Miércoles 23: Hecho el recuento de votos, el cabildo comunica que:“(…) resulta de ella que el Excmo. Señor Virrey debe cesar en el mando y recae éste provisoriamente en el Excmo. Cabildo (…) hasta la erección de una Junta que ha de formar el mismo Excmo. Cabildo, en la manera que estime conveniente”. Pura cháchara.

Jueves 24: Lo que había decidido el cabildo no era otra cosa que formar una Junta de gobierno presidida… por el virrey. Cuenta Tomás Guido en sus memorias “En estas circunstancias el señor Don Manuel Belgrano, mayor del regimiento de Patricios, que vestido de uniforme escuchaba la discusión en la sala contigua, reclinado en un sofá, casi postrado por largas vigilias observando la indecisión de sus amigos, púsose de pie súbitamente y a paso acelerado y con el rostro encendido por el fuego de sangre generosa entró al comedor de la casa del señor Rodríguez Peña y lanzando una mirada en derredor de sí, y poniendo la mano derecha sobre la cruz de su espada dijo: “Juro a la patria y a mis compañeros, que si a las tres de la tarde del día inmediato el virrey no hubiese renunciado, a fe de caballero, yo le derribaré con mis armas.” A la noche, Cisneros había renunciado.

Viernes 25 de mayo: Algunos vecinos y milicianos convocados porFrench y Beruti se reúnen frente al cabildo. Algunos llevan cintas azules y blancas, los colores de la casa de Borbón que los Patricios habían usado durante las invasiones inglesas. Pasaban las horas y la gente comenzó a dispersarse por el frío. Beruti perdió la paciencia e intimó a los cabildantes. Poco después, la Junta de gobierno se había conformado para gobernar en nombre de Fernando VII. Escribió en sus memorias Saavedra: “(…) Por política fue preciso cubrir a la junta con el manto del señor Fernando VII a cuyo nombre se estableció y bajo de él expedía sus providencias y mandatos.” Esto fue lo que se conoció como “La máscara de Fernando” y que persistiría hasta el 9 de julio de 1816.

Mientras tanto en Entre Ríos…
Cuando estalló el movimiento revolucionario, tres eran las villas existentes en Entre Ríos: Concepción del Uruguay, Gualeguaychú y Gualeguay. Todas eran cabeza de Partidos y dependían de Buenos Aires. Concepción del Uruguay, la más importante, era el asiento del Comandante General de todos los Partidos, cargo que desde 1804 ocupaba don Josef de Urquiza, acaudalado y prestigioso vecino de la villa, quien por ese entonces jugaba en algunos ratos libres con su pequeño hijo Justo José.

Los tres cabildos estaban a cargo de españoles peninsulares por lo que la convocatoria a adherir a una Junta que respondiera a Fernando VII no pareció afectarles. Al menos inicialmente. Pronto fue evidente que la revolución se había iniciado y las cosas tomaron otro curso. Urquiza fue advertido por el gobernador de Montevideo, Joaquín de Soria, de lo que sucedía, y el 13 de septiembre de 1810 renunció a su cargo y se decidió por el bando realista. El 15 de junio el Cabildo de Montevideo rompió relaciones con la Junta y el 16 de octubre una flotilla al mando del capitán de navío Michelena avanzaba por el río Uruguay para apoderarse de Entre Ríos. La contrarrevolución estaba en marcha. Michelena ocupó Concepción del Uruguay el 6 de noviembre de 1810 con 300 soldados, la vanguardia realista era encabezada por José Rondeau, quien 9 años más tarde sería designado Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. En ese momento se encontraba a cargo de una compañía de Blandengues junto a Artigas, quien por entonces también pelaba con los colores del ejército realista. Qué difícil resulta saber, en determinados momentos de la historia, quién es quién. Qué difícil resulta, asimismo, juzgar a héroes y traidores.

En febrero de 1811, Michelena recibió órdenes de regresar a Mercedes, lo que fue aprovechado por Rondeau para desertar junto a Artigas. Aprovechando esta debilidad, Bartolomé Zapata, un paisano ignoto, al frente de unos pocos gauchos y armados apenas con rebenques, cuchillos y alguna obsoleta arma de fuego, el 18 de febrero de 1811 recupera Gualeguay. El 22 de febrero, secundado por Gregorio Samaniego, quien se le unió con sus criollos gualeguaychuenses, recuperaron Gualeguaychú. El 7 de marzo entraron en Concepción del Uruguay junto a algunos soldados blandengues de la compañía que había comandado Artigas, desertores estos de las filas realistas, permitiendo, de este modo, que la revolución del 25 de mayo pudiera seguir adelante rumbo a la independencia.

Bartolomé Zapata murió el 21 de marzo cuando intentaba evitar ser arrestado por el teniente Mariano Zejas durante una disputa por el puesto de comandante interino con el teniente coronel de milicias Francisco Doblas.

Refiere el libro “Crónica de héroes y traidores” en su epílogo: “La Junta ordenó a José Rondeau realizar una investigación acerca de la actuación y responsabilidad del comandante Doblas en referencia a la muerte de Bartolomé Zapata. Rondeau llegó a Concepción del Uruguay el 24 de abril de 1811y allí se anotició que el sumario ya había sido iniciado por Díaz Vélez, según argumentó éste: por orden del General Manuel Belgrano. Doblas continuó en su cargo hasta agosto del año 1812 en que fue destinado a Misiones a fin de reclutar soldados para el general San Martín. Merced a los triunfos obtenidos por Zapata y su gente en Entre Ríos, germinó la idea libertaria que provocó el derrocamiento del Virrey de Elío en la Banda Oriental. Diez días más tarde de los acontecimientos relatados, Belgrano cruzó a Soriano y desde allí designó a Manuel Artigas para dirigir la insurrección por el norte, a José Gervasio Artigas por el centro y a Venancio Benavidez por el sur. El 20 de mayo se inició el sitio de Montevideo, al que colaboró la población de Gualeguaychú enviando dinero, reses y caballos, sin embargo, el Triunvirato porteño firmó un armisticio con el virrey en donde no solo negoció la retirada de los ejércitos patriotas que con tanto sufrimiento habían logrado derrotar al último bastión realista en el Río de la plata sino que, en el acuerdo llevado a cabo con los españoles el artículo séptimo decía: “Los pueblos del Arroyo de la China, Gualeguay y Gualeguaychú, situados en Entre Ríos, quedarán de la propia suerte, sujetos al gobierno del Excelentísimo Señor Virrey…”. Esta traición fue lo que inició el Éxodo oriental liderado por Artigas, pero…esa es otra historia.


Luis Castillo
Escritor

Notas relacionadas