De gripes, miserias y olvidos

Las epidemias, a lo largo de la historia, han permitido, entre otras cosas, observar los comportamientos sociales en situaciones límites. La figura del héroe y el cobarde, el generoso y el miserable, llenan las páginas de la historia y la literatura.

Uno de esos fenómenos se dio a principios del siglo anterior con la pandemia ocasionada por lo que se conoció como la “Gripe Española”, a pesar de que se sabe que se originó en Fuston (Kansas) y de allí fue llevada por las tropas a Europa, en donde mató entre 20 y 50 millones de personas.

En los primeros días de mayo y junio de 1918 los diarios nacionales comenzaron a dar cuenta de una extraña dolencia que estaba arrasando con la población española; consignaban además las noticias que la enfermedad se propagaba rápidamente hacia otros países tan cercanos como Portugal o distantes como Dinamarca, pero nada hacía suponer que podía llegar a afectar a un país al otro lado del océano como la Argentina. Era natural, esas pestes asolaban sitios en donde la guerra y el hambre ocasionaban poblaciones mal nutridas y desprotegidas, que no era el caso de nuestro pujante país.

En aquellos años, la Argentina se hallaba en pleno crecimiento económico y los colonos iban convirtiendo en tierras productivas miles de hectáreas que hasta entonces eran solo parte de la vastedad de nuestro suelo; la exportación de materias primas nos posicionaba de un modo casi inimaginable hasta hacía pocos años y mucho de eso tenía que ver con la llegada de los inmigrantes. Pero claro, no todos esos recién llegados eran sinónimo de prosperidad y progreso, junto a ellos llegaron también los problemas sanitarios y habitacionales en las grandes ciudades que los recibían por millares.

Las enfermedades que desvelaban a las autoridades sanitarias de entonces eran la tuberculosis, la viruela, la peste bubónica y la sífilis, por lo que la llegada de este desconocido mal encontró al sistema absolutamente desprotegido.

Octubre de 1918 fue el comienzo de la epidemia en Buenos Aires, lógica puerta de entrada a quienes llegaban desde Europa, y la trajo el vapor Demerara. Afortunadamente, fue de moderada intensidad. Quien lo diagnosticó fue el Dr. José Penna, por entonces Director del Departamento Nacional de Higiene, quien exponía el caso en una abarrotada aula magna de la Facultad de Medicina en estos términos: “Resulta muy interesante su estudio, el cual se aumenta cuando […] toman una expansión universal, cuando su aptitud contagiosa y brevedad de la incubación las hacen estallar con los caracteres de una verdadera explosión, cuando su mortalidad es excesiva, y, finalmente, cuando las causas que las originan, como sucede ahora, aparecen veladas por el misterio que ha hecho vacilar a las academias y sociedades científicas que son las encargadas de descifrar el enigma”. Es decir, estaban completamente desorientados ante la nueva peste.

A mediados del siguiente año -1919- llegó la segunda oleada, coincidente con el verano europeo y los fríos invernales de nuestro país. Para tomar conciencia del impacto causado, es bueno mencionar que la mortalidad por gripe en 1817 había sido de 319 casos. Al año siguiente, el registro fue de 2237 muertes. La segunda oleada, en 1819, ocasionó 12760 muertes, lo que significó pasar en dos años de 0.7 % al 20,7 %, esto sin contar los innumerables casos no registrados producto de las deficiencias epidemiológicas de la época.

Cabe destacar que, cuando se desató la epidemia, los productos recomendados para combatir la gripe: el alcanfor, la quinina y los laxantes, aumentaron diez veces su precio en pocas horas. El 26 de octubre de 1819 las autoridades sanitarias dispusieron que “se aconsejaba evitar las reuniones en lugares cerrados, el cierre de escuelas en todo el país y la clausura de los lugares de diversión como cines, music halls y circos.” Un mes después, se suspendieron las congregaciones y la asistencia a los cementerios en el día de los muertos, se derivaron los enfermos graves de gripe al hospital Muñiz y se incrementó la cuarentena en la isla Martín García para aquellos que llegaban al país en barcos.

Pese a las restricciones, había quienes hacían caso omiso de las medidas dictadas por el Consejo de higiene y así, La voz del interior, de Córdoba expresaba: “las medidas profilácticas adoptadas por las autoridades sanitarias son echadas en saco roto, creyendo en la benignidad de la epidemia (…) y otro factor importante para que adoptemos esta actitud es la pachorra que caracteriza a nuestro pueblo, pachorra que es causa de muchos de sus males”.

Por otra parte, es importante destacar que, en Entre Ríos, por ejemplo, el índice de mortalidad de aquel fatídico año de 1819 creció entre 2 y 6 veces, mientras en otras provincias notoriamente más pobres como las del Noroeste y Cuyo aumentó entre 11 y 133 veces, tales los casos de Salta y Jujuy, lo cual muestra a las claras que la mortalidad por gripe fue muy superior en donde las poblaciones tenían condiciones socioeconómicas más desfavorables. La explicación de cómo esta enfermedad llegada en los barcos afectó a poblaciones tan alejadas de la gran urbe la explica el ferrocarril, que además del progreso, llevó consigo la peste.

En aquella ocasión se sumó a este flagelo otra enfermedad que no le iba a la zaga y contra la cual poco podía hacerse en ese entonces: el sarampión.

Para septiembre de 1919 la epidemia estaba desapareciendo, la última provincia en declarar un caso fue Santiago del Estero.

Una de las primeras enseñanzas que dejó el análisis de esta epidemia fue la vinculación entre la tasa de mortalidad por gripe y las tasas de analfabetismo por provincia, indicadoras de condiciones de vida de la población: las provincias que mostraban una alta tasa de analfabetismo tenían también una alta tasa de mortalidad por gripe. Del mismo modo, la asistencia médica en Buenos Aires, Santa Fe o Entre Ríos, nada tenía que ver con la desprotección asistencial de otras provincias del interior. Pero quédense tranquilos, todo esto que relato sucedió hace más de 100 años, algo aprendimos. ¿O no?



Luis Castillo

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