El día que noquearon a Ringo Bonavena en Gualeguaychú

Corría el año 1975 y Oscar “Ringo” Bonavena, si bien no atravesaba sus mejores momentos pugilísticos –habían pasado casi 5 años de la paliza que le diera Cassius Clay en un Madison Square Garden que se venía debajo de gente– seguía siendo un ídolo aclamado por todos quienes venían siguiendo tanto sus aventuras boxísticas como disfrutando de toda la parafernalia que rodeaba su vida. Para quienes no saben de quién hablo, Ringo Bonavena fue el más famoso boxeador de peso pesado de nuestro país; cumplía con todos los requisitos para transitar una vida inevitablemente marcada para convertirse en ídolo popular: una infancia dura, un chico de barrio que a trompadas se abrió camino en su vida, que adoraba a su mamá –doña Dominga– que lo esperaba cada domingo con ravioles, de cuerpo enorme y corazón más grande aún y una vocecita aflautada de la que cualquiera se hubiera reído de no corresponder a tamaño fortachón.

Por esos días de finales de junio, Ringo había salido de gira por Entre Ríos haciendo exhibiciones que enloquecían a sus seguidores y le permitían mantener el nivel de vida de quien no se privaba de nada en su afán de demostrar hasta donde había llegado; un adorable fanfarrón a quien todos festejaban sus excesos y bravuconadas. Se habían pactado dos peleas en Victoria, una de ellas con el renombrado crédito local, el “negro” Sosa, otra en Federación para la Fiesta del ternero y terminaba la gira en Gualeguaychú contra un boxeador sorpresa.

Esa fría noche de invierno el club Central Entrerriano no dejaba entrar un alma más. Las localidades se habían agotado con semanas de anticipación aunque a nadie le importaba quién sería ese boxeador sorpresa que iba a enfrentar al gran Ringo. Algún “paquete” decían algunos, mirá si se van a arriesgar a que lo lastime un cuatro de copas que quiere tener sus cinco minutos de gloria. Estás loco vos, refutaban otros, seguramente va a ser algún “tapado” de Buenos Aires que lo va a exigir al máximo. Más allá de las especulaciones, la verdadera estrella era Ringo Bonavena, ese que llegaba a los boliches nocturnos con un habano apagado en la boca e invitaba whisky para toda la concurrencia, ese que se atrevió a grabar un disco cantándole a la primavera y le prometió –aunque no cumplió– hacerle morder la lona nada menos que al negro Clay, que estaba en su apogeo. Ese Ringo iba a estar esa noche en Central.

Gualeguaychú, en ese año, inauguraba el Parque industrial con lo que iba sacando chapa de ciudad progresista, sin embargo, mantenía intacta su alma de pueblo. Personajes inolvidables recorrían sus calles y los sitios hoy icónicos de aquella ciudad a la que en menos de dos años se le abrió la gran puerta de entrada por el sur e internacional por el este. Entre esos nombres llamados a permanecer en la memoria popular se encuentra el del enano Gabino. Al enano solía vérselo por la terminal vieja intentando hacer de maletero,tarea que se le dificultaba tanto por su escasa altura como por el tamaño de las valijas que solían utilizarse en aquella época. Era un personaje querible y querido, amigo de todos y, como todo personaje de pueblo, con incierto pasado sobre el cual se tejían mil historias a cual más curiosa o disparatada. Pues bien, el enano Gabino iba a ser el oponente sorpresa para la exhibición de Bonavena en Gualeguaychú.

Cuando Ringo hizo su entrada al ring armado para la ocasión en medio de la cancha de básquet, la multitud rugió como solo se escucha en un triple de media cancha en el segundo final de un partido que se pierde por dos tantos. Vibraron hasta las chapas de los baños. Verlo ahí, a escasos metros, en toda su talla, con su fama conseguida golpe a golpe y a la que no había hecho mella ni siquiera caer ante el más grande, era una emoción demasiado fuerte como para contenerla. Ringo ganó el centro del ring y desde allí regalaba besos a dos manos a su público, reía con su sonrisa de niño grande y no podía ocultar el placer que le provocaba saberse querido, admirado. El paseo por el ring dando saltitos y tirando golpes al aire era seguido por exclamaciones cada vez más estruendosas y vivaces. Minutos más tarde, subió el animador –o speaker como se le decía entonces– y, tras silenciar al enardecido público, anunció el comienzo de una pelea –de exhibición, remarcó– con un boxeador local al que tuvo que mantenerse en reserva por si el campeón –así se referían siempre a Bonavena– hubiera querido desistir del combate. Gritos de asombro en el público y Bonavena haciendo gestos que indicaban que no tenía miedo a nadie. En este rincón –dijo–, el retador: el único, el inimitable, el peligrosísimo… ¡Gaaaabino!

Subió el enano al ring portando guantes de 11 onzas (tamaño extra grande sería) con unos pantaloncitos azules y un enorme frunce de color dorado que le llegaba casi hasta el pecho, miró con fiereza al campeón y sin decir nada quiso abalanzarse sobre él, lo que fue evitado por el anunciador mientras Bonavena corría a protegerse en un rincón de la fingida furia de enano. Lo sujetaron y enviaron a su rincón. A esta altura, el público no cabía en sí de las risas y el griterío de aliento, ahora sí, dividido entre ambos contendientes, era ensordecedor. Comenzó la pelea. El enano comenzó a perseguir al campeón por todo el ring hasta que logró alcanzarlo y comenzó a golpearlo sobre el abdomen (no llegaba más arriba con sus brazos levantados) con la parte delantera del guante, el campeón separó las piernas y Gabino pasó por debajo colocándose a sus espaldas y comenzó a castigarlo por detrás. Ringo, que hacía caras entre asombrado y temeroso, giró buscando al oponente y fue cuando el enano aprovechó y lo castigó directamente por debajo del cinturón. Ringo se tiró hacia atrás y ahí se quedó mientras el referí, junto a todo el estadio, contaba hasta diez y declaraba el knock out del campeón. Recién entonces Bonavena se incorporó, tomó a Gabino y lo sentó sobre el bíceps de su brazo derecho y lo paseó por todo el ring utilizando su brazo del campeón como trono. Después, sí, vino la pelea de exhibición pero a esa, claro, ya nadie la recuerda.


Héctor Luis Castillo
Este relato está dedicado a Víctor Arakaki, que amablemente le regaló al autor esta fascinante historia verídica.

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