El 8 de octubre de 1898 apareció, en la ciudad de Buenos Aires, el primer número de la revista Caras y Caretas. En una nota de autor anónimo, se explicaba el objetivo del nuevo semanario porteño: “Venimos a ocupar un puesto aparte entre los del gremio y ─usando la fórmula ya consagrada─ no decimos que ‘a llenar un vacío’, porque no es uno, ¡ay!, sino varios los que pretendemos llenar”. Y como se verá más abajo, sus creadores cumplieron tal objetivo. Pero antes les hablaré de algo que pocos conocen: Caras y Caretas (Caricaretas, como la voceaban los canillitas que la vendían) tuvo una prehistoria oriental. Explico: desde 1890 ya existía en Uruguay una revista con ese nombre. El periodista Eustaquio Pellicer había nacido en Burgos, España, y luego de trabajar en su patria, recaló en Montevideo para colaborar con la Caras y Caretas. En la Banda Oriental conoció a Bartolomé Mitre y Vedia, de quien se hizo amigo. Mitre convenció a Pellicer para fundar una revista homónima de este lado del Río de la Plata. Pero Bartolito era nada más ni nada menos que hijo del ex presidente argentino Bartolomé Mitre. Al padre no le agradó que un Mitre se viera involucrado en una publicación destinada a satirizar y ridiculizar a sus adversarios políticos. O sea, al creador de La Nación tal idea no le pareció ni chic ni coqueta y le bajó el pulgar a Bartolito, pero éste tenía un as de espadas bajo la manga: un tal Fray Mocho, de quien ya les hablaré.
Con la aparición de la Caras y Caretas argentina, quedaba inaugurada una política editorial inédita hasta entonces: concebida con espíritu mercantil, orientada hacia lo publicitario, pero a la vez buscando excelencia formal y de contenido, pues no solo destacaba su calidad tipográfica, la nitidez de impresión para grabados y viñetas, la diagramación de sus páginas, también la revista fue apreciada por la lucidez de sus textos. En tal sentido, Caras y Caretas fue pionera en tratar a los autores como profesionales, porque fue la primera en pagar por las colaboraciones que recibía. Dicha estrategia empresarial aseguraba la participación de los mejores intelectuales de la época, a la vez que se fomentaba el desarrollo de la literatura nacional y del criollismo. Estos escritores y periodistas tuvieron además una manera novedosa de mirar la realidad y describir su compleja trama, utilizando el humor, la inteligencia y el desparpajo. No usaban la envarada jerga de la generación de 1880, pues empleaban un lenguaje coloquial. Los autores hablaban a sus coetáneos en un registro lingüístico asequible y los temas que trataban no eran lejanas entelequias, sino cuestiones cercanas: el país en que vivían, sus costumbres, las agachadas políticas, los tipos sociales, la moda y el arte. Como pueden apreciar, la revista realmente cubrió varios espacios vacíos.
Fíjese, lector, que desde la mismísima presentación de Caras y Caretas ya aparecen la frescura y la comicidad: “¿Qué cuál es nuestro programa? Si lo tuviéramos te lo daríamos hasta con incisos, pero es el caso que lo único que se nos ha ocurrido por el momento, es hacer una gran provisión de coraje para dar este primer paso en la escabrosa senda por donde se han ido todos los editores que se han ‘fundido’. No es necesario el programa que nos presente como una publicación festiva, literaria, artística y de actualidad… Conténtate con saber que ninguno ‘robará la plata’ a tus esperanzas, muy especialmente el literario y el artístico, gracias a las firmas que para ello hemos buscado y seguiremos buscando. En cuanto a lo festivo, una de dos, o nos da naipe para el chiste, en cuyo caso te reirás de nuestras agudezas, o nos acomete el humorismo zonzo, en cuyo caso te reirás de nuestras pavadas.” Como se ve, la oferta inicial era bastante tentadora pues, por agudeza o zoncera, por acierto o por yerro, la risa estaba asegurada.
El temor de los editores era infundado: Caras y Caretas no se fundió, sino todo lo contrario, prosperó. También tuvo hijos, nietos y una envidiable longevidad. Ya mencioné algunos factores del éxito, como la política editorial y la calidad. Pero también contaba con un notable equipo de trabajo. ¿Cuáles eran las firmas que garantizaban esas esperanzas para llenar tantos espacios vacíos? Veamos algunos nombres: por un lado, los escritores Eustaquio Pellicer, Francisco Granmontagne, Leoncio Lasso de la Vega, Luis Pardo y Federico Leal. Seguramente al lector moderno estos autores le resulten desconocidos. Lo admito. ¿Pero qué ocurre con estos otros: Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Roberto J. Payró, Ricardo Rojas, José Ingenieros, Martiniano Leguizamón, Nemesio Trejo, Rafael Granados…? Un staff de lujo. Veamos ahora el costado artístico: los dibujantes, grabadores y caricaturistas Manuel Mayol, José María Cao, Arturo Eusevi y Aurelio Giménez.
Sin embargo, la estrella y figura principal de la revista, quien le otorgó el espíritu festivo característico, el alma, fue su director, José S. Álvarez, un gualeguaychuense de cuarenta años que era conocido por haber trabajado como periodista en publicaciones de vida efímera, en el diario La Nación y en la revista política Don Quijote, donde conoció a sus amigos Pellicer, Cao y Mayol, quienes lo acompañaron en Caras y Caretas. Al momento de reemplazar, desde el primer número, a Bartolito Mitre en la dirección de la revista, Álvarez había publicado cinco libros: un volumen de cuentos mundanos, Esmeraldas (1882), titulado así en alusión al “color” picaresco de sus relatos; La vida de los ladrones célebres de Buenos Aires y sus maneras de robar (1887); Memorias de un vigilante y Viaje al país de los matreros (ambos de 1897). Poco antes de asumir el cargo en la revista, había aparecido su última obra: En el mar austral (1898). Este y los dos libros anteriores fueron firmados como Fray Mocho. Álvarez había usado y usó otros sobrenombres, como el de Fabio Carrizo, por ejemplo, sin embargo, la popularidad del semanario logró que, para todos, fuera siempre “el Mocho”, porque con ese seudónimo firmaba en la “Caricaretas” sus cuentos, artículos y comentarios jocosos.
No solo prosperaba la revista, también lo hacía su director. Transcribo la anécdota: “Y como Caras y Caretas cada día andaba más próspera, mudando de domicilio, multiplicando sus páginas, enriqueciéndolas tipográficamente, no pasó mucho sin que algún conocido le dijese a su director: ‘Che, Mocho, ¿estás haciendo la América?’. A lo que éste replicó: ‘¡Vaya por los tantos años que hice el África!’” Pero la buena suerte de Álvarez no iba a durar demasiado. Una afección pulmonar incurable le segó la vida el 23 de agosto de 1903, cuando tenía apenas cuarenta y cinco años. El Mocho duró nada más que un lustro al frente de su revista, pero fue suficiente para convertirse en un personaje muy querido y popular. Quien hoy lea las notas necrológicas y las muestras de pesar que, por aquellos lejanos días, se escribieron en memoria del Mocho, no podrá evitar conmoverse.
Dije más arriba que Caras y Caretas engendró descendencia. Veamos: cuando murió Álvarez, Pellicer abandonó la revista para crear la legendaria P.B.T., publicación “hija” de la anterior. En 1912, el magnífico caricaturista José María Cao dejó Caras y Caretas para fundar otra similar. Rindiéndole un justo homenaje a su difunto amigo, Cao la llamó Fray Mocho. Las tres publicaciones nombradas ya son verdaderos clásicos del humor político argentino y todo historiador que quiera estudiar el período que transcurre entre 1890 y la década infame, deberá recurrir a ellas.
¿Y qué pasó con la longevidad? Caras y Caretas se siguió editando hasta 1939, con mayor o menor suerte, sobreviviendo al tiempo y a los regímenes políticos. Cuarenta y un años para una revista satírico-literaria es bastante, pero su fama quedó flotando en el imaginario y en el recuerdo como ícono de cultura popular. Fue por ello que en plena guerra de Malvinas, junio de 1982, volvió a los quioscos con el mismo afán nacionalista que había resurgido el folclore y el rock telúrico. Dibujos de REP, textos de Marco Denevi, Helvio Botana y otros autores e ilustradores de los ’80 estaban presentes en esta segunda etapa, de muy corta vida. Sin embargo, Caras y Caretas no se rindió: en 2005 comenzó su tercera etapa y, desde entonces, cada mes reaparece por los kioscos. Ahora es una publicación monográfica, pues cada número está dedicado a un tema como la educación, la revolución feminista, las oleadas migratorias o autores como Marechal, Borges, Arlt. Es mucho más seria que su versión original, es cierto, y aunque lamentablemente escasea el humor, mantiene intacta la calidad gráfica y la excelencia textual. La revista “nieta” de Caras y Caretas contiene artículos, entrevistas e ilustraciones notables, pues para ella trabajan intelectuales y artistas gráficos de fuste. Está dirigida por el historiador Felipe Pigna… pero esa ya es otra historia.
Antes de irme, les dejaré una perlita muy curiosa: en 1899 hubo tal rebrote de peste bubónica, que llevó a las autoridades a extremar medidas profilácticas para evitar su propagación. En la portada de Caras y Caretas N° 56, del veintiocho de octubre de ese año, se ha caricaturizado al médico y escritor Eduardo Wilde, epidemiólogo de la época, y a otro personaje no definido, fumigando a las personas que corren despavoridas por la calle para evitar… ¿a la muerte que se acerca con una guadaña o a los doctores con sus equipos de fumigación? El título del cuadro es “El furor sanitario” y al pie del dibujo se pueden leer estas rimas:
“Se imponen las medidas radicales
antes de que la peste nos infeste;
mas las quieren usar con bríos tales
que van a concluir porque la peste
resulte el más pequeño de los males.”
Dígame, si estos versos no le vienen como anillo al dedo a cualquier anti cuarentena moderno. Ya dije que Caras y Caretas es considerado un clásico argentino y la característica principal de cualquier clásico es que nunca pierde vigencia. No hay nada que hacerle.
José Luis Pereyra
Docente y escritor (ganador del Premio Literario Fray Mocho 2015)