Gabriel García Márquez, una de las plumas latinoamericanas más prolíficas y elogiadas en el siglo XX, falleció el 17 de abril de 2014, pocos días después de haber cumplido 87 años.
Además de su pasión por el periodismo y la literatura, consideraba que el fútbol era un gran espectáculo. Aunque nunca fue muy dado a las actividades físicas, practicó fútbol en sus años de bachillerato en el Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá, donde solía jugar como defensor. Varios años después, cuando fue jefe de redacción del semanario Crónica en Barranquilla, escribió una serie de perfiles sobre futbolistas reconocidos de la región, a quienes invitaba a beber ron blanco y a interesarlos en la literatura en un bar que quedaba frente al estadio del Junior, su equipo además de la Selección de Colombia.
A seis años de su partida, lo recordamos con este ingenioso y futbolero relato del recordado escritor gualeguaychuense Luis Luján, El Gabo la rompe, que ubica al gran literato en tierras entrerrianas y con una pelota debajo de la suela.
Corría el año 1967, era la una de la tarde y el verano aún se hacía sentir. Nosotros estábamos precalentando en la cancha de enfrente al boliche porque teníamos un partido desafío. Vimos que en la banquina de la ruta se detenía una inmensa nube de vapor. Nos acercamos y comprobamos que el origen de la nube era un automóvil recalentado. Vimos a través de la nebulosa que unos metros más allá un señor morocho de bigotes negros y tupidos se había bajado del auto y de brazos cruzados miraba resignado. Vinimos todos los de nuestro equipo “La Chancha Atada”; los demás, es decir los contrarios, no habían llegado. Detrás del hombre que observaba su auto (inutilizable por el momento), se extendía “Ceibas City”, el boliche del pueblo, y una docena de parroquianos dispuestos a ver el partido debajo del alero. Nos acercamos con cierto temor. El Petiso García, marcador de punta, al ver semejante caos exclamó: “fooo che… va a reventar esto…”. Los demás expresaban su asombro con frases cortas y pertinentes.
El hombre miraba su automóvil todavía humeante y nos miraba como lo rodeábamos. A los pocos minutos comenzó la charla: “¿Qué le pasó don…?”. “No sé… se calentó…”, dijo y continuaron las hipótesis por parte de los jugadores que, cada vez, arriesgaban más sus comentarios… “Capaz que es el tapón de la nafta que está flojo”, dijo Fuyito, que no tenía ni idea. “Puede ser la batería…”, agregó Chancho Colorau que tampoco la embocaba, ni con el balón, ni con la mecánica.
El hombre escuchaba y asentía callado como para no echar al infierno a esa horda que intentaba colaborar con alguna idea esclarecedora. “Yo tenía un auto que andaba a pila…”, dijo el Rengo Charles y cuando le preguntaron: “¿Cómo a pila…?”. Agregó: “Sí… con una pila de boludos que empujaban”.
El hombre sonrió por primera vez, pero sin festejar mucho el chiste. Fue hasta el auto, levantó en capot, miró unos minutos hasta comprobar que de motores no sabía nada. Al rato habló. Con un tono de voz y una manera extraña, preguntó si había en este pueblo un taller mecánico. Lo miramos y cinco a la vez respondimos: “Acá a la vuelta… Taller El Dios…”. «Pero hoy no atiende…», me apuré de decirle, «porque hoy es sábado y el Dios los sábados no abre su taller». Abrió grandes sus ojos, frunció el ceño y dijo para sus adentros: “Guácala, será posible…”. Preguntó dónde vivía, le indicamos y le dijimos que no se haga ilusiones, que los sábados se dedicaba a curar y entonces dijo: “Si es así que cure mi carro…”, y se fue a convencer al Dios. Nos quedamos comentando su manera extraña de hablar. Piluncho Amarillo dijo: “Debe ser alemán”; “qué va a ser alemán es paraguayo”, agregó Palito Ferreyra y continuó la deliberación acerca de su nacionalidad.
Media hora más tarde regresó. “¿Y…?”, le preguntamos. El hombre esbozó una mueca amarga y respondió: “Lo va a curar después de la misa…”. La misa final era a las siete de la tarde así que el forastero tendría unas cuantas horas de espera y no le quedaba otra que confraternizar con los jugadores del club, con quienes de alguna manera ya había trabado amistad. Luego comenzó el interrogatorio: “¿De dónde es usted… es paraguayo no es cierto?”, le preguntaron… “Colombiano”, respondió a secas. “¿Y de dónde viene… pa´ande va…? “Vengo de Buenos Aires y voy para Brasil…”. “Sabe que yo le veo cara de conocido…”, infirió Vizcacha contenta mientras se ataba los cordones de los zapatos y agregó: “¿Cómo se llama usté…? Yo lo he visto antes… “Gabriel García Márquez…”, dijo el hombre y Vizcacha exclamó: “Aaaaah… miré usté… pero claro usté es el del diario… el escritor…” “Sí”, dijo García Márquez… y Vizcacha agregó: “Pero hay que estar al bien pedo pa´ser escritor… no es cierto…” y le preguntó: “¿Juega al fubol … también?” Porque le vio pinta de nueve. Justo el jugador que nos faltaba para el partido. “Casi nada”, dijo y fue suficiente, de inmediato nuestros jugadores empezaron a convencerlo de que pateara para nosotros, que después si andaba bien ya lo dejaríamos de titular, y no sé cuántas cosas más le ofrecían para que aceptara el puesto.
El colombiano se negó por un buen rato, dijo que hacía mucho que no jugaba, que estaba viejo, que la madre en coche, pero de a poco su negativa se fue debilitando. Hasta que accedió. Le habían caído bien chévere esos buenotes del equipo nuestro y como tenía la tarde libre… Para todo esto ya el equipo desafiante estaba en el campo de juego y el referí había llamado reiteradas veces. De apuro le encajaron la camiseta número 9, y con unos pantalones que traía, no muy adecuados que se diga, con bolsillos a los costados y eso, salió al ruedo junto con los demás integrantes de La Chacha Atada ante la ovación de los diez o doce hinchas apoyados en la pared del boliche.
Comenzó el partido y el colombiano entró a brillar. Una, porque de nueve jugaba muy bien, y otra, porque los desgraciados de mis compañeros, que no le dan un pase ni a Cristo, a él se la daban servida porque era forastero o qué sé yo por qué. La cuestión es que García Márquez, engolosinado por el éxito que hasta ese momento tenía, entró a hacer firuletes, gambetas cortas, la pisaba, se la mostraba y se la escondía, y los contrarios pasaban de largo como colectivo lleno. Pero a la hora de definir hacía agua, no la metía y no la metía. Más tarde, a tres metros del arco, ensaya un violento remate que dio en el travesaño y a consecuencia de ese rebote los contrarios se fueron al ataque y entraron como Pedro por su casa a nuestro arco. 1 a 0, resultado mentiroso para el primer tiempo. Pitazo del juez y afuera de la cancha a descansar cinco minutos.
El técnico nuestro, Miringa Churruarín, se encontraba debajo del alero del boliche y desde ahí dirigía. Llamó a sus jugadores que fueron de inmediato, no por las indicaciones sino porque se estaba mandando un cervecita bien fría y ahí les dio, cerveza y consejos. “Busquen el claro muchachos… si te la da, se la das… pero con precisión… viste… y calladitos la boca porque este árbitro, ustedes saben, siempre nos tira al bombo y cobra a favor de los otros…” Miringa pidió más cerveza. “¿Y vos cómo te llamás?”, preguntó el técnico al nueve nuevo. “Dígame Gabo nomás”, respondió Gabo y se dispuso a escuchar las instrucciones… “A vos te voy a cambiar de puesto… vos ahora vas de 10, me gustaste para armador… y pegale, prendele de media distancia… si tenés ángulo prendele al arco… entendiste… Coso… ¿cómo era que te llamabas vos…?”, dijo Miringa y el colombiano le respondió: “Gabo, o dígame Coso si no se acuerda”. A Miringa le sonó mucho más Coso que Gabo, así que le dio la última premisa: “Vos… Coso ya sabés… escuchá esto… hoy hay que ganar, cueste lo que cueste…”. Y el equipo salió a la cancha, envalentonado ahora por la charla del técnico y por la nueva adquisición del equipo: Coso. Eso es lo que tenemos acá, los bautizamos enseguida.
Sacamos nosotros, dos o tres toques atrás y me llega un pase… veo que el Gabo se proyecta por el margen derecho y le meto un pelotazo en profundidad. El Gabo se eleva, la baja de pechito entre dos marcadores y la duerme. Con la pelota muerta amaga a la derecha y engancha para la izquierda… y “¡Ole…!”, gritó la hinchada desde abajo del alero porque el colombiano hizo pasar de largo a dos de ellos. Y le dio de zurda, frenético bombazo que entró en el ángulo izquierdo. “La metiste donde anidan las arañas, Coso…”, gritó Miringa y volcó la cerveza recién comprada. Gran festejo en medio de la cancha y el Gabo me dice: “Qué buena vaina me diste Chico…”, y me abrazó emocionado. Después del gol empezamos a dominar. El colombiano enloquecido iba y venía. Resultó ser un jugador de fuste, muy delicado en el trato del balón y con mucha prestancia. En una que los contra revientan una pelota complicada, Gabo se acerca y me comenta: “El empate es un resultado de mierda, compadre… Vamos a meterle otro”. «Pero claro, don Coso…», le dije, porque ya me había mimetizado con el lenguaje del técnico que gritaba y gritaba desde el boliche. Hacen el lateral y Gabo disputa una pelota. La gana. Avanza hacia el arco, le salen tres y hace una bicicleta espectacular que deja a los contra mirando la fiambrera como los gansos de Cuadra… La bicicleta viene de arriba, cabeceo el balón y se lo pongo cuatro metros adelante, bruta pared y Coso que venía en carrera se eleva y la baja en el aire con el empeine derecho, cuando toca tierra, corre dos o tres pasos sólo con la pierna izquierda mientras que en la derecha lleva en balón adormecido. Lo marcan dos. Amaga para ambos costados. Mueve la pierna en la que llevaba la pelota con movimientos laterales y despista a los marcadores. Se da cuenta que acompaño por el otro lado. Amenaza al arco pero me la pasa, se la devuelvo por la misma y Gabo queda solo frente al arquero. Indica con todo el cuerpo que le va a pegar y el arquerito vuela para tapar y Gabo (¡grande Maestro!) entra caminando en dirección al gol. Me ve que estoy contra el palo y me pregunta: “¿Querés hacerlo?”. Le hago señas que no y el Gabo empuja la pelota al fondo de la red.
Le ganamos 2 a 1 a Los Lagartos del Médano con dos golazos del colombiano y después vino el festejo en el boliche como corresponde. La tarde se alargó entre comentarios y risas hasta que apareció El Dios con el auto reparado. El colombiano se despidió y dijo de tenía que continuar su viaje hacia el norte.
Lo bueno de aquella tarde fue que ganamos bien y Los Lagartos quedaron calientes como siempre.
Lo malo de aquella tarde fue que Gabriel García Márquez no quiso aceptar la titularidad en nuestro equipo a pesar de las tentadoras ofertas que le hicimos… Increíble.