Esas antiguas creencias del pago chico

Mitos, leyendas y relatos que hunden sus raíces en una etapa pre-urbana y que se reconocen producto de una mentalidad no escolarizada, acaso arcaica, parecen tener hoy solamente anclaje literario; es decir, existen como huellas discursivas de un pasado remoto. La sociología que hizo posible la aparición de estas versiones inocentes, fantasmagóricas, ha desaparecido. En efecto, ya no existe, como prototipo de hombre predominante, ese paisano que podía ver la “luz mala”.

Nuestros antepasados del litoral argentino decían que ese brillo que se podía observar a lo lejos en noches oscuras era un alma en pena, el espíritu de alguien que había muerto sin recibir los sacramentos, sin velatorios ni rezos o no había sido sepultado bajo la protección de la cruz. Era la manera, en el fondo, en que buscaban certezas en el mundo mágico e irracional ante lo que no podían explicar. En realidad, la luz mala es, desde el punto de vista empírico, el brillo producido en el campo por la descomposición de materias orgánicas.

La sociedad entrerriana pre-moderna, conectada orgánicamente con la naturaleza, donde la existencia discurría en pequeños poblados, nos ha dejado numerosos testimonios de creencias de este tipo, las cuales se han trasmitido oralmente de generación en generación, mediante el relato de los mayores a los niños o alrededor de los fogones camperos. Por ejemplo, mito exclusivo de Entre Ríos es “la solapa”, o duende de la siesta. No hay entrerriano que, aún hoy, no haya oído hablar de este ser mitológico que se personifica como una mujer vestida de blanco, alta y robusta.

Esta señora que habitaba en los montes y se alimentaba con pájaros, salía a la hora de la siesta cuando los padres descansaban y no vigilaban a sus hijos. Trataba de tomarlos desprevenidos para llevarlos a su guarida. Este mito de la zona rural cumplía una función social. En efecto, las familias que trabajaban la tierra desde horas muy tempranas, necesitaban descansar a la siesta, sobre todo en verano. Pero la pausa dejaba a los gurises a su libre albedrío. Una manera de protegerlos, evitando que se alejaran de la casa, donde existen siempre peligros y tentaciones, era asustarlos con la solapa.

Estas creencias populares son recogidas y preservadas por la ciencia del folklore, palabra de la lengua inglesa compuesta por folk (pueblo) y lore (acervo o saber). Acaso convenga hacer una salvedad sobre estas narraciones antiguas (aclaración epistemológica, como se dice hoy), que forman parte del acervo popular: son vistas como fábulas infantiles por cierta mentalidad cientificista.

Al reivindicar el modo de pensar de las sociedades arcaicas, el historiador de las religiones Mircea Eliade ha enseñado que una lectura positivista del mito lo reduce a ficción, ilusión o mentira. Pero eso es subestimarlo como vía de conocimiento del mundo, tan legítimo como el que aporta la ciencia.

El pensamiento mitológico debe ser entendido, dice Eliade, como una vía simbólica del hombre en su afán de darle sentido a las cosas. De hecho, muchos pensadores creen que vivimos en una época de penuria espiritual porque han desaparecido los mitos.

Mitos y leyendas de la provincia
Entre Ríos es una provincia rica en historias, mitos y leyendas. Dos elementos contribuirían a explicar esta riqueza: su mestizaje poblacional (aborigen, criollo y europeo) y su particular geografía, caracterizada por montes y cuchillas, ríos y arroyos.

Las historias de aparecidos son frecuentes en el campo entrerriano, como en muchas zonas rurales de Sudamérica. En su libro Entrerrianías, el recordado escritor Mario Alarcón Muñiz sostiene que estas apariciones mágicas abundan en el centro-norte de la provincia.

En Federal se habla de “los asombrados”. En la Laguna de los Negros, por ejemplo, un espejo de agua muy apartado, de difícil acceso, se dice que emergen en verano dos niños negros que luego de jugar por un rato en la orilla retornan al interior de la laguna.

En la estancia La Choza, por la misma zona, aseguran que en las noches de mal tiempo se pasea por las inmediaciones una persona vestida de blanco, que desaparece cuando se la alumbra.

En la selva del Montiel hay relatos de un caballo invisible, al que por las noches se lo escucha acercarse, pero no se lo ve. En tanto que en el arroyo El Gato, departamento Concepción del Uruguay, se cuenta que de noche aparece un invisible jinete al trote.

Alarcón Muñiz sostiene que una superstición típica del campo entrerriano es el “gualicho”, que habría sido heredada de los charrúas, y que designa la influencia maléfica de un espíritu dañino. El gualicho se expresa a través de múltiples males (dolor, muerte, rayos, sequía, enfermedades, picaduras de víboras), lo que amerita la necesidad de practicar cierto exorcismo para alejarlo.

“Brujas, hechiceros y curanderos tienen misteriosas relaciones con él y así pueden ‘engualichar’ a quien lo deseen, a la vez que curar a los ‘engualichados’ mediante exorcismos, amuletos y brebajes”, cuenta el autor de Entrerrianías.

Otra creencia muy extendida en el campo entrerriano es el “mal de ojo”, según la cual una persona tiene la capacidad de producir daño, desgracias, enfermedades e incluso llegar a provocar la muerte a otra sólo con mirarla. “Está ojeado”, repiten todavía algunas curanderas cuando le llevan a niños recién pequeños, afectados por algún malestar, para que ellas practiquen cierto tipo de exorcismo. El mal de ojo sería una de las formas más extendidas de la superstición y su origen se remontaría a Europa.

El otro gran mito del Viejo Continente, que ha se ha reproducido en la campiña entrerriana, es “el lobizón”, el equivalente americano del “hombre lobo” europeo, una trasformación que afecta al séptimo hijo varón consecutivo de un mismo matrimonio, con preferencia los viernes de luna llena.

La representación más frecuente del lobizón es la de un perro negro, muy parecido a un lobo, con grandes orejas, que suele emitir un ruido que aterroriza a animales y hombres, a quienes suele atacar. Esta creencia se extiende a las mujeres, afirmándose que la séptima hija consecutiva es bruja.

La historiadora Andrea Sameghini, al describir los seres fantásticos del mundo rural con los que los mayores atemorizaban a los más chicos en el Entre Ríos de antaño, además de la solapa, menciona a los duendes (pequeños seres diabólicos, personificados como niños vestidos con el hábito franciscano, que hacían travesuras para molestar a la gente), la vieja de la bolsa (una mujer mayor encorvada, de aspecto horripilante, vestida de negro, que se aparecía en horas de la siesta, para llevarse en su bolsa a los niños que andaban haciendo travesuras fuera de su casa y el sutil (una suerte de ladrón fantástico que tenía la virtud de acercarse sin ser oído, ya que sus movimientos cautelosos pasaban inadvertidos y cuando llegaba a las casas para robar objetos camperos que escondía en su rancho los perros no ladraban y se mostraban condescendientes con él).

Un gauchito milagroso
Inspirado en una especie de modelo arquetípico universal, el imaginario colectivo suele ensalzar a un paisano que, tras una muerte trágica, obra milagros para su pueblo, siendo un icono nacional al respecto el “Gauchito Gil”. El pueblo correntino vio en este personaje a una suerte de Robin Hood criollo que repartía entre los suyos el botín obtenido en las haciendas. Después de muerto, este gaucho matrero devino en milagrero, y hoy su tumba en la ciudad de Mercedes se convirtió en santuario al que llegan miles de fieles de todo el país.

El equivalente entrerriano de este tipo de personaje hacedor de prodigios es la figura de “Lázaro Blanco”, un chasque que fue muerto por un rayo el 7 de septiembre 1886, y a cuya tumba, en los montes de San José de Feliciano, llegan miles de peregrinos.

Según la historia, ese día el jefe de Policía de Feliciano, de apellido Hereñú, necesitó de enviar un mensaje urgente a su par de La Paz y consideró que Lázaro, criollo joven y animoso, padre de cuatro hijos, sería el jinete indicado por su habilidad. Éste salió a cumplir el encargo, pero tras recorrer los primeros 15 kilómetros un temporal lo obligó a resguardarse bajo un gran algarrobo que se hallaba a un lado del camino. En ese momento, un rayo de gran potencia cayó sobre el árbol, fulminando a Lázaro y al caballo instantáneamente.

Tras esta trágica muerte, el agricultor Ciriaco Benítez, que estaba angustiado por una prolongada sequía, contó que se le apareció en sueños un desconocido paisano joven que le tomó la mano y le dijo: “Si tienes fe, lloverá y nada perderás”. Cuando se despidió le indicó un lugar adonde debía ir para saber quién lo había visitado. Ciriaco, entonces, siguió la inspiración onírica en medio de una copiosa lluvia que comenzó a caer en la zona. Y en su búsqueda, se topó con un algarrobo, en pleno monte entrerriano, bajo el cual había una modesta plaqueta que decía: “Lázaro Blanco. Muerto por un rayo el 7 de septiembre”.

El episodio cundió por el pueblo. Tiempo después alguien levantó allí un pequeño altar, dando comienzo a la creencia del poder milagroso de Lázaro Blanco.



Marcelo Lorenzo

Notas relacionadas