Así como en el siglo XXI la inmigración asiática se identifica con la actividad supermercadista, en el período de formación de la sociedad nativa los grupos étnicos extranjeros estuvieron estrechamente vinculados a determinados oficios.
Los relatos de la segunda parte del siglo XIX, en efecto, revelan que los vascos trabajaron en los saladeros e instalaron aquí los primeros hornos de ladrillo, los italianos sembraron trigo y fueron albañiles de primer nivel, los ingleses criaron ovejas, los franceses crearon las primeras panaderías, los siriolibaneses fueron hábiles comerciantes, y los alemanes del Volga destacaron como excelentes agricultores.
Todo comenzó cuando, bajo la influencia de Justo José de Urquiza, la sociedad nativa de impronta colonial dio un giro hacia un modelo liberal, mercantil y cosmopolita, de la mano de los extranjeros.
Entonces el puerto pasó a ser el eje estratégico de la ciudad. Así, con los barcos comenzaron a llegar los inmigrantes, con sus culturas, sus industrias y sus artes. Una inyección de mano de obra calificada que dinamizó la economía doméstica, ampliándola y haciéndola más sofisticada.
El puerto se convirtió en la llave de ingreso de un flujo humano que, al agregarse a la población criolla residente, modificó el perfil sociológico de la localidad, como refiere la historiadora Elsa Beatriz Bachini, en el libro “Conferencias”.
“El europeo -dice- trae nuevas costumbres, nuevas industrias, ideas renovadas, técnicas acordes con la época. Eran pobres, pero con mayor cultura, habían conocido un estado de la civilización muy superior al que imperaba en estas regiones y no se conformaron con adaptarse al ritmo de vida de los primeros pobladores”.
Juan Bautista Alberdi y la “educación de las cosas”
Durante el siglo XIX, dos intelectuales de fuste, que estuvieron enfrentados políticamente, Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, protagonizaron una célebre discusión acerca de cómo impulsar el progreso social en Argentina.
En cuanto a la formación de la población, mientras Sarmiento confiaba en la capacidad del sistema de educación popular para desarrollar en estas pampas la civilización industrial, Alberdi creía en cambio que el mejor método para el país de la época era la “educación de las cosas”, de la mano de la inmigración. Confiaba plenamente en el contagio que producirían en la población residente -es decir entre los criollos- las habilidades y conocimientos de extranjeros procedentes de sociedades más avanzadas.
Se diría que Alberdi creía más en las bondades de la ancestral técnica de la imitación -conocido en el mundo pedagógico como aprendizaje por observación- que en los beneficios de la educación formal. En realidad, pensaba así por una cuestión de necesidad política. En su opinión, en un país en el que estaba todo por hacerse, educar a la población tomaría mucho tiempo e implicaría un despliegue importantísimo de planificación e infraestructura que el país no estaba en condiciones de afrontar.
La urgente necesidad de estabilidad social y económica sólo podía ser subsanada con la capacidad de trabajo de inmigrantes europeos, dispuestos a contribuir con su experiencia, sus hábitos y su instrucción a la reforma de las costumbres de los argentinos en el campo laboral, pero también en el aspecto social.
Alberdi insistía que, si bien el alfabeto era algo valioso, en ese momento de la historia del país “más falta le hacen hoy la barreta y el arado. Esta es la educación popular que necesitan nuestras repúblicas”.
Extranjeros y sus oficios
La historiadora local Natividad Sarrot cuenta que, en el primitivo censo de 1787, que incluye a españoles en su mayoría, o portugueses, ya se refleja la presencia en Gualeguaychú de una importante cantidad de anglosajones (escoceses, ingleses e irlandeses).
Esos “ingleses”, como se los catalogaba popularmente, se dedicaban a la explotación pecuaria y al comercio de productos rurales. Luego, con el paso de los años, empezaron a llegar los italianos, los vascos (franceses y españoles) y los franceses. “Este tipo de inmigración es positiva, en cuanto a la mezcla con la población local, permanece, se anexa a los trabajos que realiza el poblador, enriqueciendo su técnica”, afirma Sarrot.
Con respecto a la llegada de los uruguayos (u “orientales”, como se les solía llamar) la historiadora sostiene que fue un movimiento natural, desde la Banda Oriental a Entre Ríos y viceversa. Se trató de un pasaje constante y considerable por “motivos de trabajo, de disensión política, de enlace familiar”, entre otros.
Según el primer censo nacional de 1869, llevado a cabo durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento, había en Gualeguaychú 5.145 criollos y 1.100 extranjeros.
La historiadora Delia Reynoso, que estudió la inmigración vasca, cuenta que los llegados procedentes de Euskady (España) estuvieron aquí en el origen, aun antes de que Rocamora fundara la villa en 1783.
Los primeros terratenientes lugareños, de hecho, tienen esta procedencia. Figuran apellidos como Ormaechea o Arburúa, vinculados también a la Calera de los Vascos (en la zona del Ñancay).
Una segunda etapa de ingreso de vascos a esta zona se produjo en la época urquicista y la tercera y última oleada tuvo lugar en el siglo XX, con ocasión de la Guerra Civil Española.
Según Reynoso, algunos vascos se hicieron colonos, y en la ciudad desarrollaron actividades como: fonderos, sastres, carpinteros, albañiles, maestros e incluso médicos.
El primer saladero de Gualeguaychú era de un vasco: Juan Iriarte. Estaba ubicado donde después se emplazó el frigorífico. Otro vasco con iniciativa, Eusebio Goldaracena, fundó en 1864 la firma agrícola que llevaba su nombre, convertida con el tiempo en un emporio empresario, con proyección provincial y nacional.
Por otra parte, los ingleses que se habían radicado en Gualeguaychú después de la batalla de Caseros (1852), hecho político que da un giro aperturista a la economía del país, se dedicaron en esta zona mayormente a la cría de ovejas.
Los Coll, Pear, Morrogh Bernard, Mac Dougall, Campbell, Appleyard, Harrat, O’Neill, Galbroith, Dunn, entre otros británicos (irlandeses y escoceses), realizaron tareas rurales y multiplicaron sus rebaños en los campos del sur entrerriano, durante el llamado “ciclo de la lana”.
En cuanto la colectividad francesa de Gualeguaychú, Elsa Bachini afirma que alrededor de 1850 empieza el arribo en gran cantidad de los galos a la ciudad. Una comunidad integrada por apellidos como: Lavergne, Poitevin, Cinto, Naudet, Duprat, Roustand, Lefevre.
Dice de ellos que eran personas cultas y “trajeron la novedad de sus ideas revolucionarias y modernas, tanto en lo político como en los social o lo industrial, y es así que en el Gualeguaychú de esa época aparecen periódicos, escuelas, industrias, al frente de los cuales estaban los franceses recién llegados”.
Según Bachini, “muchos se establecieron en las chacras y labraron la tierra; los más fueron industriales, profesionales, artesanos y, por sobre todo, maestros”. Entre los emprendimientos franceses menciona: periódicos, mutual, molino, panadería, jabonería, botica, mueblería, cafés, hotel, casa de moda y modista, sombrerero, sastre, entre otros.
Otro grupo progresista fueron los italianos, que sembraron trigo, y fueron también molineros, herreros, comerciantes, banqueros, y sobre todo albañiles y artesanos de primer nivel. Un italiano destacado fue Leonardo Caviglia, en cuyo establecimiento molinero fabricaba harina de trigo, de maíz, fideos y galletitas, que se vendían en todo el país, allá por 1860.
Además es emblemática de la presencia genovesa en la figura de Juan Denegri, con su almacén de ramos generales, fundado en 1866. Y según refieren los historiadores, el comercio mejor surtido que existió durante décadas en la ciudad fue “Al pobre diablo”, propiedad de Agustín Piaggio.
Hay que pensar que hacia 1870, por otro lado, la ciudad asistió a un boom constructivo, alentado por mano de obra extranjera experta en albañilería, un fenómeno que se expresa en la aparición de edificios como el Mercado de Abasto, el Hotel de Comercio, la antigua Municipalidad (Urquiza y España, esquina SE), el Círculo Italiano y la Unión Francesa, entre otros.
En cuanto a la inmigración árabe, los primeros miembros de esta etnia llegaron a la ciudad alrededor de 1870, y lo hicieron en grupos reducidos integrados por miembros de una misma familia o en forma individual. Así arribaron los Silio, Majul, Haddad, Cura, Faué, Chaia, Salomón, Dahuc, entre otros.
Según la historiadora Leticia Mascheroni, eran preferentemente vendedores ambulantes y cuando lograban hacerse de un capital entonces instalaban su tienda o almacén de ramos generales.
Mascheroni remarca que la intermediación mercantil era lo propio de los mal llamados “turcos” (porque provenían preferentemente de Siria y el Líbano). Y esto obedecía a que buscaban realizar trabajos independientes, “ya sea por desconfianza o por no generar vínculos que les impidieran cumplir con el deseo de volver a su patria”.
Entre los grupos étnicos procedentes de Europa, que vinieron a esta zona, y específicamente a fecundar la tierra entrerriana, destacan los Alemanes del Volga, quienes fueron básicamente agricultores y fundaron colonias en el departamento Gualeguaychú. Algunas de las familias que se radicaron allí fueron: Michel, Müller, Kindsvater, Weigandt, Bauer, Schimpf, Reichel, Lind, Stürtz, Hill, Preisz.
Luego, en el siglo XX, se produjo la llegada de inmigrantes croatas, quienes en la ciudad y la región se dedicaron mayormente a la construcción, como el caso de los Knez, Baretic, Crnic, Gasparovic, Kristafor, Slavich, entre otros.
Otros extranjeros fueron incorporándose a la sociedad nativa, enriqueciendo su economía, a través de la aportación de sus técnicas y oficios. Entre ellos cabe mencionar a los belgas, los holandeses, los eslovenos, los armenios, los polacos, los suecos, los portugueses, los japoneses, y los colonos judíos (que llegaron a Entre Ríos a través de la Jewish Colonisation Association).
La idea de que las etnias foráneas se identifican con determinados oficios se ve, por ejemplo, en los japoneses, que tanto en esta ciudad como en el resto del país se asocian a la actividad de lavado y planchado de ropa y a la tintorería.
Marcelo Lorenzo