Sentarse en la vereda, a contrapelo de la modernidad

A pesar de los cambios urbanos, del crecimiento demográfico y edilicio, “tomar fresco” en la vereda en el verano, cuando el sol deja de “pegar fuerte”, es una práctica vecinal arraigada. Sea en los barrios o en el centro de las ciudades, esto de sacar las sillas a las puertas de las viviendas en esta época, siempre a la tardecita, es uno de esos ritos antiguos que no mueren, pero de a poco comienzan a desaparecer.

Al igual que dormir la siesta, que sigue siendo algo sagrado, salir a la vereda como en los viejos tiempos es parte de una cotidianidad tan arraigada que induce a pensar que aún siguen siendo ciudades-pueblos. Es decir, a pesar de la inexorable modernidad, de los impactantes adelantos tecnológicos hogareños y de la adopción de comportamientos típicos de una ciudad avanzada, todavía coexisten prácticas y costumbres que son tradicionales.

La persistencia de este comportamiento acaso se explique por el hecho de que estas ciudades todavía tienen “escala humana”, es decir su tamaño permite que en ella tengan lugar relaciones sociales cercanas, propias de las comunidades donde predominan formas elementales de sociabilidad (familia, vecindario, club barrial, etcétera). De hecho, en las grandes urbes argentinas (Buenos Aires, Córdoba, Rosario, La Plata, entre otras) es cada vez más difícil encontrar a los vecinos sentados en la vereda, departiendo amigablemente.

El dato es que la vida urbana actual, que impulsa a una existencia puertas adentro, se lleva mal con esta forma de socialización vinculada más bien a los pueblos del interior, donde todavía hay espacios que articulan lo público con lo privado. El avance de la inseguridad, un flagelo que azota con fuerza a los grandes conglomerados urbanos, ha provocado que se reivindique la práctica social de sentarse a la puerta de la casa como un antídoto a ese mal. En este sentido, han surgido campañas a favor del “veredazo”, no como una vuelta nostálgica a una costumbre entrañable, sino como una estrategia para enfrentar la inseguridad, mediante la recuperación del espacio público por parte de los vecinos, y como un modo a la vez de recrear el tejido social dañado. Dado que la expansión del delito desencadenó un encierro de las personas en sus viviendas, volver a la vereda tendría la virtud no sólo de vencer el miedo, sino también de sumar a los propios vecinos a una propuesta de autodefensa, al tomar el control de la vereda y la calle (la presencia de gente actúa como disuasivo para la delincuencia y la silla se transforma en un “mirador” del entorno). Pero desde la perspectiva académica, la vereda se reivindica también como recuperación de los lados sociales en la gran ciudad, ya que supone el fomento de un encuentro con el “otro” local, cercano, próximo.

María Florencia Girola, antropóloga social, investigadora de la UBA y del Conicet, dice al respecto: “Los lazos sociales están todo el tiempo en movimiento, se generan nuevos, se deshacen otros, se fortalecen, se debilitan. Estas experiencias propician, por lo menos la intención de los convocantes una recuperación de los vínculos sociales entre vecinos”.

Tradición de aldea
La profesora María Leticia Mascheroni, en el libro “Historia de San José de Gualeguaychú”, al abordar los cambios sociales y culturales de la ciudad desde sus orígenes, menciona que era costumbre de los primeros pobladores salir a la puerta de la casa, en las tardecitas de verano. Recordó que ya en la época colonial esta práctica marcaba una diferencia entre las personas, en una sociedad tradicional muy estratificada entonces: “Las familias pudientes tomaban mate en las salas de sus casas, atendidos por los sirvientes. En cambio, la ‘plebe’, acostumbraba a pararse en la puerta de ingreso a su casa para paliar el calor, mantener alguna charla con un caminante circunstancial o controlar a los niños que jugaban sin peligros que acecharan”.

Pero la historiadora aclaró que fueron los inmigrantes españoles e italianos, hacia fines del siglo XIX, quienes instalaron en la Argentina la práctica de sentarse en la vereda, para “tomar aire”. Esto estaba condicionado por las viviendas en las que habitaban. En efecto, la construcción de “casas chorizo” (habitaciones en hilera, conectadas entre sí, como los chorizos de una ristra), contribuía a que el aire fresco, sobre todo en el verano, se encontrara en la calle.

El escritor Roberto Arlt, en “Aguasfuertes porteñas”, describe magistralmente el microcosmos que se crea alrededor de la silla de la vereda, en los barrios del antiguo Buenos Aires. “Silla cordial de la puerta de calle, la silla de la vereda, silla de la amistad, donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana”, escribe Arlt.

Al precisar esta costumbre, Mascheroni refiere: “La casa era un ‘horno’ por las altas temperaturas que azotaban durante el día. Pocas familias contaban con un ventilador, por lo que dormir con las ventanas abiertas, aun las que daban a la calle, era una necesidad. Por entonces no había motivos para preocuparse de que algún delincuente los sorprendiera. Era costumbre que cada barrio viera pasar a un policía montado en su rocín que, con el silbato, avisaba a los de la otra ronda, que todo estaba en orden”.
La historiadora cuenta que, cuando bajaba el sol, “los mayores sacaban a la vereda los sillones de mimbre, alguna silla de madera rústica con asiento entramado en paja o sillas plegables con asiento de lona”.

Estar “afuera de la casa”, dijo, era propicio para que algún vecino o caminante circunstancial tomara asiento y continuara con la charla informal, durante la cual se abordaban temas cotidianos variopintos, y donde no faltaba algún “chimento”, vinculado por ejemplo a la vida sentimental de los “otros”. “La preferencia variaba según las familias: se salía antes o después de la cena. Los que optaban por la primera, disfrutaban un rato y luego ingresaban a la casa para compartir la mesa. Los asientos permanecían, mientras tanto, en la vereda, a la espera de una segunda sesión, que generalmente y si el calor lo exigía, duraba hasta bien avanzada la noche”, relató Mascheroni.

A todo esto, los gurises aprovechaban para, bajo la mirada atenta de los mayores, jugar en la calle con la pelota de trapo, a la mancha, a las escondidas, al gallito ciego y más acá en el tiempo andar en triciclo, en bicicleta o en patines. También, era muy común que algunos vecinos (como ocurre de hecho hoy, pero con otros dispositivos), musicalizaran el espacio público, utilizando la radio o algún tocadiscos.

En la geografía de la calle, la silla (o la reposera) siguen formando parte inconfundible de la escena ciudadana en esta época del año. Sin embargo, la costumbre puede desaparecer, como ocurrió en otros lados. Preguntada sobre la posibilidad de que esta práctica social se extinga con el paso del tiempo, y por la modernidad, Mascheroni subrayó dos grupos de amenazas, uno hacia adentro y otro hacia afuera de los hogares. Dentro del primer grupo, se encuentran:
• La tecnología que aporta confort para aliviar las altas temperaturas (ventiladores y acondicionadores de aire).
• La televisión, la computadora, el celular y otros recursos tecnológicos que “entretienen” puertas adentro.
• Antes, las familias vivían durante muchos años en la misma casa, muchas veces perpetuada en los hijos y nietos, circunstancia que generaba un lazo casi familiar con los vecinos. Esta forma social de permanencia y cercanía va perdiendo fuerza, deteriorando las relaciones vecinales.
Hacia afuera del hogar, los factores que conspiran son:
• La inseguridad y el escaso respeto por la vida. La gente “tiene miedo” de estar afuera de su vivienda.
• El intenso tránsito que pone en riesgo la seguridad de niños y adultos.
• La construcción de edificios, que ha roto con la estructura tradicional del barrio.
• La adopción de hábitos de la gran ciudad relacionadas con el uso del espacio público, en los cuales “salir afuera” implica ir a comer a una pizzería, asistir a un espectáculo público o usar el auto para pasear, entre otros.


Marcelo Lorenzo

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